Las redes de enganchadores de personas indocumentadas no sólo operan en México y Centro y Sudamérica; en Estados Unidos, los migrantes también deben desembolsar grandes sumas para cruzar el territorio y en el camino también son víctimas de estafas y amenazas. Este es un viaje por esa ruta de la que poco se habla
Texto y foto: Kau Sirenio Pioquinto / Semanario Trinchera
OLYMPIA, WASHINGTON.- El viaje inicia con engaños. A una cuadra de la terminal de autobuses de la ciudad de Los Ángeles, varios hombres que ofrecen raites a bajo costo, procuran pescar a algún indocumentado para ofrecerles traslado con seguridad hasta su destino.
–El viaje es barato y seguro; si no tienes visa no te preocupes, nosotros te llevamos sin problemas –ofrece un hombre panzón con cara de semanas de alcohol.
–¿Cuánto cuesta el viaje? –pregunta un muchacho desesperado por llegar a Madera.
–30 dólares; además, vas a viajar cómodo –contesta el enganchador.
Así se hacen los tratos en esta zona de los unites: Los polleros ofrecen servicios a bajo costo y garantías para los pasajeros, en su viaje. Sin embargo, en el camino van aumentando la cuota. A unos guatemaltecos le pidieron primero 300 dólares, de Los Ángeles a Seattle, y luego le fueron subiendo hasta llegar a 450.
Los pasajeros no quieren pagar la tarifa final son amenazados para hacerlo, aunque esto no esté dentro de los acuerdos. “Ustedes vienen con guía, si no pagan, no se preocupen, de todos modos, sabemos dónde viven sus familiares en sus países”, soltó enojado un enganchador que dijo llamarse Héctor, cuando uno de los viajeros se fue sin pagar, en protesta por el alza de la tarifa.
Antes del viaje, los enganchadores hospedan a los viajeros en un hotel hasta completar el grupo; a ellos nos les importa que algunos pasajeros tengan visa, sino la cantidad de personas que pueden juntar para llenar una camioneta donde meten de diez a 20 pasajeros. En esta travesía viajaron Eleazar, de El Salvador; Roni, de Honduras; Saulo, Wilmer, Neimi y Juan, de Guatemala, y Samuel, de Oaxaca. Los guatemaltecos tardaron dos meses y 17 días desde que salieron de su país, mientras que Roni y Eleazar demoraron menos, un mes con cinco días. El que corrió con más suerte fue Samuel, con una semana de recorrido. Los nuevos avecindados viajaron en una Toyota roja durante 24 horas.
La ruta final de los inmigrantes es el norte de California y los estados de Oregón, Washington e Idaho.
Pero la red de polleros o coyotes se extiende en todo el país. Mientras Héctor viaja de Los Ángeles a Idaho; en Chicago contesta Martín, a quien identifican como “el patrón”; en San Diego, Enrique espera a otro grupo que viene de Colombia. Luis contestó en el auricular que iba a Florida, mientras El Cristalino estaba en Las Vegas esperando otro “paquete”.
El encanche
Mientras iba a comprar mi boleto de camión para viajar a Olimpya, Washington, me habló la vicecoordinadora del Frente Indígena de Organizaciones Binacionales de Los Ángeles (FIOB), Odilia Romero, para decirme que afuera de la terminal de autobuses unos hombres ofrecían llevarme a Seattle a menos costo, así que salí de prisa para acordar el trato.
Al llegar con la líder de la FIOB, me recibieron dos hombres, un moreno alto, de bigote, y un gordo, blanco, no tan alto, que platicaban con Odilia. “350 dólares a Olimpya”, adelantó el gordo.
Una vez que resolvimos el costo y la duración del viaje, los señores me llevaron a la contraesquina de la terminal, y me ofrecieron asiento en unos sillones viejos tapizados de cochambre y olorosos a orines. Además de ellos, había seis más ofreciendo transporte económico.
Así empezó el recorrido de 40 horas, en lugar de las 18 horas prometidas por los coyotes que sacan a pasajeros de la terminal con promesas falsas para ganarse sus dólares.
Desde que llegamos a la parada de los raiteros percibí que no cuadraba el reloj: los enganchadores dijeron que la camioneta llegaría en diez minutos, pero la espera consumió casi una hora.
–¿A qué hora nos vamos? –pregunté ante la demora.
–No te desesperes, en un rato llega la camioneta, tú relájate –contestó el moreno.
Así transcurrió el tiempo, mientras que los hombres seguían buscando clientes en la estación de autobuses.
Una hora después llegó una camioneta Toyota, coloro rojo, manejada por Héctor. Los grises de su cabellera, los surcos en la frente y la piel marchita, certifican el paso de los años y los desvelos en las carreteras de Estados Unidos. Héctor habla rápido. Dice que nació en Colima y trabaja de raitero (transportistas voluntarios) para ayudar. “Yo hago este viaje para ayudar a los paisanos para que no paguen mucho; como ven Grind Houd es barato, pero ahí hay mucho riesgo que la migra los detengan si no traen papeles”.
Con él venía Omar, de San Luis Potosí, quien iba de paso a Portland, Oregón. Los enganchadores pidieron a Héctor que les diera su comisión, a lo que él me pidió el dinero. No traía completo, así que le entregué 100 dólares y nos fuimos.
Mientras comíamos barbacoa de borrego a un costado de los diarios Los Ángeles Times y Corea Times, Omar contó que nació en San Luis Potosí. Dijo que consiguió el viaje muy económico, que le habían prometido viajar en un coche de cuatro personas y llegaría rápido, pero a esa hora ya llevaba más de 20 horas esperando.
Después de la comida, Héctor nos llevó al hotel a esperar que cayera la noche para viajar a Seattle. Antes de llegar a la posada, pasó a comprar dos piezas de pizza: “Hay que llevarle algo de comida a los muchachos”, dijo.
La espera
La primera vez que Omar cruzó la frontera tenía 17 años de edad; regresó a México a los 20 para casarse. Volvió a Texas a trabajar para pagar la deuda de la boda y se quedó tres años; al cabo de ese tiempo, regresó a San Luis a divorciarse.
Víctor viene de Aguascalientes y espera llegar a Seattle; lleva dos días esperando en el hotel sin poder salir de allí porque teme que lo detengan; así que come lo que Héctor le trae de comida.
Adalid y Roni, hondureños, también esperan en la habitación; desde que salieron de su país llevan dos meses en el camino, entre amenazas de regresarlos si no pagan o entregarlos a civiles armados de Reynosa, Tamaulipas. Adalid viajó primero a Alabama, donde vivió diez años con una pareja con quien procreó dos niños. En 2015 lo deportaron a Honduras, donde dejó a su segunda pareja con un hiño. Ahora va a Seattle, Washington.
Los cuatro comparten las dos camas; cuando se cansan, se levantan y caminan entre cama y cama unos cinco minutos; luego, vuelven a acostarse para intentar dormir, sin lograrlo. En Los Ángeles, los indocumentados que esperan viajar no pueden salir a comprar comida o refrescos, así que comen lo que decida el chofer.
Héctor, nuestro enganchador, sólo alarga más la hora de salida: “Esperen, muchachos, nos vamos en una hora, sólo les cambio las llantas a la camioneta y nos vamos”.
Héctor habla por su teléfono móvil durante toda la tarde. Primero con Enrique; luego, con Luis y El Cristalino: “Ya tengo el paquete, pero el patrón quiere que vaya a Riverside por otros cuatro, pero yo no viajo con más de diez personas, es muy peligroso así”, protesta en la conversación.
Dan las 10 de la noche y seguimos en el hotel, nada que sale el viaje. Media hora después, Héctor llega con Eleazar, un salvadoreño de 18 años y mediana estatura. Cuenta que le llevó cinco días llegar de El Salvador a Los Ángeles; antes pasó por Houston, Texas.
En este tipo de viajes nadie se conoce. Aunque sean familiares, siempre niegan cualquier parentesco; también, cambian de nombre y de nacionalidad. No llevan equipaje, ropa ni teléfono celular. A pesar de estar en territorio estadunidense, aún son víctimas de polleros que cobran más que en cualquier transporte público.
A la una de la mañana, por fin, Héctor da la orden que todos esperamos: “Súbanse a la camioneta, ya nos vamos”.
En la ven (van), Omar y Adalid empiezan a cuchichear: “Lo más seguro es que quiera subirnos en una ven grande; si es así, aquí hay que decirle entre todos que no vamos a viajar ahí porque es muy peligroso, en esa camioneta nos pueden detener rápido, la policía migratoria siempre detiene este tipo de carros”, dice preocupado Omar.
Tal y como lo pronostica, diez minutos después Héctor recibe otra llamada y detiene la camioneta. En la acera de enfrente, una van blanca para 16 cupos espera su vuelo. Todos nos negamos a cambiar de vehículo, pero la protesta dura poco. Roni y Eleazar son los primeros en cambiarse a la van blanca.
Adalid dice: “Yo me quedo, no voy arriesgar todo lo que pagué para que lo eche a perder todo aquí”. Omar secunda: “Yo también; dejé una deuda de 120 mil pesos como para endeudarme más”.
A Héctor no le queda de otra que hablar con Enrique para decirle: “Oye, mano, dos muchachos no se quieren ir en la ven blanca; dicen que se quedan. ¿Qué hago con ellos?”
–¿Entonces te quedas en hotel? –pregunta el chofer a Omar.
–Sí –contesta.
–El hotel vence a las 11:00 de la mañana, si ya está cerrado tú lo pagas.
–¿Cuánto cobran?
–A nosotros nos cobran 80 dólares; a ti, como a 70. Los dejo con Enrique, nos espera en el 065.
Por fin reanudamos el viaje. Víctor, Adalid y Omar se quedan en Los Ángeles con Enrique, mientras nosotros seguimos la travesía.
El camino
La camioneta blanca se estaciona entre la oscuridad de una gasolinera. Sobre la carretera aledaña se ven a los lejos las torretas de las patrullas, mientras de la tienda salen cuatro jóvenes, sin nada en la mano. Al subir al vehículo, los dientes les castañean por el frío invernal de California. Ya en la camioneta, Héctor pregunta a los nuevos pasajeros:
–Tú vienes con Martín, ¿verdad?
–No –dijo el guatemalteco–; el que me recogió es un señor ya grande, de bigote.
De Riverside, regresamos de nuevo a Los Ángeles. Héctor dice que cambiáramos de carro para ir más cómodos, pero otra vez nos dan las 4 de la mañana y no salimos de Los Ángeles.
El sueño vence a todos mientras que en el estéreo se escucha Camelia, la texana, del grupo popular mexicano Los Tigres del Norte. Los guatemaltecos pronto caen rendidos de sueño.
Tres horas después, todos despertamos en Madera, California, donde esperamos a Samuel para completar el viaje. Samuel vino de Oaxaca y cruzó en la frontera de Mexicali. Dice que anduvo cuatro días con la misma ropa que usó al cruzar el canal de aguas negras de Calexico.
El viaje por California es muy lento; tenemos hambre. Por fin llegamos a Trace, una pequeña ciudad que conecta a San Francisco y Sacramento. Son las 11 de la mañana, Aquí se quedan el salvadoreño Eleazar y el guatemalteco Neimi.
Héctor va a comprar a una tienda de autoservicio. En la camioneta nadie habla; el miedo empieza a sentirse en el pequeño compartimiento hasta que el chofer regresa con dos pollos rostizados y tres bolillos que se acaban pronto.
En Roserburg, Oregón, los pasajeros piden de comer y agua; logran una sopa instantánea y café.
En Woodburn, recogemos a Felipe, quien nos cuenta que vino a ver a su mamá para celebrar sus 51 años. “Mi mamá llegó de Colima para celebrar mi cumpleaños, si gustan llevo comida; está fría, pero sirve”, ofrece.
Medio somnoliento, Saulo cuenta su travesía desde que salió de Guatemala a Reynosa, México: “Hicimos siete días de camino, de Guatemala a Reynosa; nos tuvieron un mes y 17 días en una bodega en Tamaulipas; luego que cruzamos la frontera: nos llevaron a Mc Allen, Texas, y de ahí a Houston; de ahí a Riverside. En total de viaje fue de dos meses diez días y no llegamos”, relata.
Wilmer platica que le quitaron la ropa y lo mandaron sólo en playera; con él caminaron Saulo, Neimi y Juan en el desierto dos días y dos noches. En la primera noche les tocó lluvia. “Ya no la queríamos; estuvimos a punto de entregarnos a la policía de migración; ya no podíamos caminar. Hubo un tramo que lo hicimos de rodillas; ahí dejamos los zapatos y salimos descalzos”, narra.
En medio de la plática llena de anécdotas, Felipe saca de entre sus cosas, ropa y zapatos y se los ofrece a los guatemaltecos, que tiemblan de frío.
La llegada
Cuando Roni llegó a Gresham, Oregón, le preguntaron si la persona que venía por él es su tío. El resto del grupo soltó una risotada. Él, sólo contestó que no lo conoce. “La verdad no sé si es él, hace muchos años que no lo veo”, dijo entre triste y jubiloso, porque por fin llegó a su destino después de dos meses de viaje.
En Seattle, se quedaron Saulo, Juan y Samuel; Wilmer siguió su camino otras 12 horas hasta Idaho.
El primero en encontrarse con su familia fue Juan, un adolescente de 15 años que, de los cuatros guatemaltecos, tuvo mejor suerte: su periplo duró un mes, desde que salió del departamento de Quiché.
Luego le tocó el turno a Samuel. Su hermano llegó por él en un coche Honda; fueron los únicos que se abrazaron, no sin antes de pagar.
Saulo tuvo que esperar a su hermano para pagar los 450 dólares, tarifa final que impuso Héctor para entregar el “paquete”.
El precio del viaje había ido aumentando en cada parada: de los 300 dólares pactados inicialmente, en Sacramento, aumentó a 350; en Portland, a 400, y ya en Seattle, a 450.
El hermano de no quiso pagar la diferencia y se arrancó sin decir nada- Luego, por teléfono Héctor lo amenazó: “Si no pagan, no se preocupen, yo no pierdo nada; en cambio ustedes sí, se van con 450 dólares, y yo me los cobro triple. Recuerden que vienen con guía; a mí no me cuesta nada decirle al patrón que haga lo que tenga que hacer; al rato o mañana, uno de sus familiares lo vamos a levantar. Ni crean que esto queda así”.
Después de la llamada, los hermanos regresaron a pagar y prometieron que no ocurriría de nuevo. Héctor aclaró a los demás: “Sabemos dónde está su familia, ustedes dicen”.
Una versión de esta crónica fue publicada en el semanario Trinchera. Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la siguiente frase: “Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx”
Tags: Coyotes, Estados Unidos, Polleros, reencuentros, rutas