Tlayudas en el sur de Los Ángeles: resistencia gastronómica


mayo 8, 2019

La cocina como acto de resistencia y supervivencia en Estados Unidos. Ésta es la historia de las tlayudas que viajan a Los Ángeles, para ser el platillo principal que oferta el chef oaxaqueño Alfonso Martínez Luis en un popular mercado de la ciudad

Por: Kau Sirenio Pioquinto

Tlayudas en el sur de Los Ángeles: resistencia gastronómica

La cocina como acto de resistencia y supervivencia en Estados Unidos. Ésta es la historia de las tlayudas que viajan a Los Ángeles, para ser el platillo principal que oferta el chef oaxaqueño Alfonso Martínez Luis en un popular mercado de la ciudad

Por: Kau Sirenio Pioquinto


La cocina como acto de resistencia y supervivencia en Estados Unidos. Ésta es la historia de las tlayudas que viajan a Los Ángeles, para ser el platillo principal que oferta el chef oaxaqueño Alfonso Martínez Luis en un popular mercado de la ciudad

Texto y foto: Kau Sirenio

LOS ÁNGELES, EEUU. – El olor de morcilla que brota del anafre se va esparciendo en un espiral hasta inundar el mercado Smorgasburg en el Sur-centro de Los Ángeles, atrae a extraños, quienes se animan a degustar las tlayudas hechas con ingredientes traídos de Oaxaca.

Aquí llegan de todos los colores y olores a saborear las peculiares tlayudas de moronga, tasajo, chorizo y quesillo que Alfonso Martínez Luis ofrece en su carpa: Poncho’s Tlayudas.

Así es la vida del chef zapoteco que cambió su clarinete por comida de su tierra en Los Ángeles. Los domingos Alfonso se mezclan entre cientos de cocinas que ofertan comida de diversas latitudes: mediterránea, asiática, árabe, estadounidense, francesa, brasileña y del caribe.

Los viernes, antes de que se desvanezca el día, el chef llega a la avenida 4318 S Main St para atender a los comensales, que vienen de todas partes de la ciudad, y degustan las tlayudas.

Nacido en Santo Domingo Albarradas, Tlacolula, Oaxaca, Alfonso llegó a esta ciudad hace 20 años, todavía con su querido clarinete que con el tiempo fue dejando para entrar de lleno a la cocina.

En sus primeros años en Los Ángeles combinaba la cocina con la música de viento. Los fines de semana se sumaba a la banda de Santo Domingo Albarradas para tocar en fiestas familiares y cada año lo hacía en la fiesta patronal organizada por migrantes.

“No es tan fácil deshacerte de lo que aprendiste de niño, para mí la música es lo máximo, aprendes algo nuevo y no lo sueltas, aunque ya no esté en una banda sigo con mi clarinete”, dice Alfonso, con cierto aire de nostalgia, mientras prepara una tlayuda de moronga.

En junio de 2010, el negocio Poncho’s Tlayudas recibió un reconocimiento de la alcaldía de Los Ángeles por su contribución a la diversidad gastronómica de la segunda ciudad mexicana más poblada del mundo. De acuerdo con la Estadística de la Población Mexicana en Estados Unidos, solo en el estado de California habitan 14 millones 358 mil 393 personas mexicanas, cifra que se duplica al contar su descendencia.

Además de servir “las mejores tlayudas”, según el reconocimiento oficial, el espacio de Alfonso sirve con frecuencia para presentar conferencias y libros, en eventos que organiza el Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (FIOB).

No en vano Alfonso concibe a Poncho’s Tlayudas como “un espacio de resistencia gastronómica y soberanía alimenticia”.

Mientras deshebra el quesillo que le mandan de Oaxaca, Alfonso habla de su antigua relación con el clarinete. Era un niño de 11 años cuando llegó al Centro de Capacitación Musical y Desarrollo de la Cultura Mixe (CECAM), en Santa María Tlahuitoltepec Mixe, lugar donde se formó como clarinetista.

El internado del CECAM fue su nueva casa. Ahí, niños indígenas estudian música, además de secundaria y bachillerato con especialidad en reparación de instrumentos musicales.

Animado por uno de sus primos, Alfonso convenció a su padre, Juanino Martínez Chimil, de llevarlo a Tlahuitoltepec: “Caminamos cuatro horas hasta que llegamos donde pasa el camión que va a Tlahui. El autobús hizo dos horas más de camino entre carretera que va surcando entre las montañas”.

De su tiempo en el CECAM Alfonso recuerda que “fue muy fácil porque ahí las rutinas, eran lo mismo que hacía en mi casa, con mis papás. Sin embargo, aprendí a ser más disciplinado”.

Terminados sus estudios, Alfonso regresó a Santo Domingo Albarradas y se integró a la banda de música comunitaria. Aún siendo adolescente, acompañaba a la banda en los rezos y fiestas patronales de las comunidades vecinas.

Un año después emigró a la ciudad de Oaxaca, donde se empleó en la construcción, pero duró poco en ese trabajo porque pronto se reencontró con ex compañeros del CECAM que lo invitaron a integrase a una banda.

Además de que le permitía ejercer su gusto por la música, el trabajo con la banda le redituaba mucho más dinero que ser albañil.

A fines de 1999, Alfonso llegó a la frontera con la idea de ir hasta Los Ángeles. Su primer intento fue por la garita San Ysidro, pero les cayó la migra. Ese día, Alfonso y sus compañeros corrieron en la franja fronteriza durante la noche para que no los detuvieran. Al día siguiente optaron por el Río Colorado, sin suerte. Se fueron entonces a Mexicali.

Un día, Alfonso despertó a las seis de la mañana en un hotel. Sacó 200 pesos que había guardado en la plantilla de uno de sus zapatos y gracias a eso pudo almorzar.

“Cuando desperté, no estaban los demás. Me habían dicho que es muy común que te abandonen en el camino sin avisar. Por eso guardé mi dinero en mis zapatos, otros lo guardan en el dobladillo de la camisa o ropa interior”.

Después de almorzar caminó sin rumbo, sin saber a dónde ir. Por la tarde, un coyote le ofreció cruzarlo de nuevo.

—¿Por qué elegiste Los Ángeles?

—Cuando somos jóvenes pensamos que vas a ganar mucho dinero, pero no es así. Sin embargo, quería conocer otras ciudades, en México recorrí toda la Sierra Juárez, el Istmo de Tehuantepec,  parte de Morelos y la Ciudad de México, pero siempre falta algo nuevo por conocer.

Durante tres semanas, Alfonso anduvo de un punto a otro de la frontera buscando cruzar al otro lado. Al final —eran otros tiempos— lo consiguió a pie:

“Caminé entre el puesto de revisión y el carril vehicular, mientras la policía revisaba a las personas. Iba con miedo porque ya me habían agarrado ahí, pero el coyote me animó. ‘Tú hazlo, no te van a agarrar’, me dijo, y mira, aquí estoy”.

Las dos veces que se quedó sin comer fueron definitivas para que Alfonso decidiera aprender a cocinar. En el CECAM él se ofreció como ayudante de las cocineras y lo hacía constantemente. Apenas terminaba sus tareas escolares, corría a la cocina. Su madre, Feliciana Luis Morales, le enseñó el resto de los secretos, en un tiempo en que Alfonso se dedicaba también a tejer petates para ayudar a la familia.

El primer trabajo de Poncho en Los Ángeles fue en un restaurante: “Empecé a trabajar un lunes, sólo me dieron instrucciones, yo no sabía lavar trastes. Eran bastantes platos, como 100 por hora, aparte de cubiertos, ollas, jarras. La verdad yo no estaba preparado para hacer eso, pero aprendí y aquí me ves”.

Ahora, mientras cocina en su negocio propio, recuerda que el coyote lo tuvo dos días en un hotel, ya de este lado, que fue por él en un auto deportivo, se metió a la autopista “y pasamos por los Estudios Universal”.


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