En las calles del barrio Rivera Hernández de San Pedro Sula, la ciudad más violenta del mundo, la muerte se confunde con el polvo, anula la esperanza y se apropia del alma de los niños. ¿Por qué los “güirros”, como les llaman a los niños en Honduras, están huyendo de su país?
San Pedro Sula, Honduras.- Un grupo de estudiantes custodiado por soldados va levantando polvo por la calles y lanzando melodías con xilófono, trompetas y tambores por una calle del barrio Rivera Hernández. Salen las señoras de sus casas, los marchantes de sus pulperías (tienditas) y los pandilleros de sus rincones.
Un niño regordete y de cara redonda al que le dicen “chele” (güero) los mira pasar, y con sus grandes ojos los sigue hasta donde que se pierden de vista. Él no marcha, él no estudia. El Chele, o “Chelito”, es un sicario de 15 de años de la pandilla Vatos Locos.
Los que desfilan son estudiantes de secundaria llevando una antorcha encendida que en varias escuelas es un símbolo de paz. Su marcha y música pasa por fronteras invisibles establecidas por las pandillas, en su encarnizada disputa por el barrio.
Si el Chele quisiera irse con el contingente de jovencitos, tendría que salir de su “territorio”, y entregar su vida a la suerte que recorre las ardientes y desoladas calles de este lugar.
El Observatorio de la Violencia de Honduras dice que por cada 100 mil habitantes, 187 mueren asesinados en San Pedro Sula: veinte veces más que el llamado estándar mundial de tolerancia de homicidios, que es de 8.8.
Y dentro de San Pedro Sula el lugar más peligroso es el sector Rivera Hernández, que en 2013 tuvo un promedio de 21 personas asesinadas cada mes en sus 62 colonias donde viven 150 mil personas, cuenta Javier Canales, asistente regional de la Alianza por la Paz y la Justicia.
Mencionar en voz alta las palabras Rivera Hernández en un lugar público de la ciudad alarma a algunos, que miran con desconfianza y miedo a quien se atrevió a romper el tabú.
“San Pedro es la ciudad que tiene el mayor índice de homicidios en el planeta, sin contar los que están en guerra”, agrega Canales, especializado en el análisis de las pandillas y los grupos delictivos en Honduras.
Las cristalinas notas del xilófono pasaron por la avenida principal de la Rivera Hernández frente a la “posta” (cuartel) de la policía y el Ejército, ubicada en un pequeño parque donde cinco días antes dos jóvenes fueron asesinados.
La versión de su muerte es que eran miembros de la pandilla Barrio 18, que desde la década de los años 80 sostiene una guerra a muerte con la Mara Salvatrucha 13 (MS13), una batalla que se prolonga desde Los Ángeles, donde nacieron los grupos, hasta Centroamérica.
Los jóvenes vivían en la colonia Cielito Lindo. La policía los detuvo “por escándalo público” y 48 horas después los soltó en territorio de la MS13, un lugar donde la pandilla se promueve en las paredes con mensajes como “el combo que no perdona: matamos, velamos y enterramos”.
Los dos chicos alcanzaron a correr una cuadra antes de que los mataran a balazos. Uno de ellos había tratado de encontrar protección en la posta policial pero antes de llegar fue asesinado, y el otro fue llevado herido en una patrulla a un hospital y no en una ambulancia donde sí podrían haberlo atendido para evitarle la muerte.
“Es evidente que hay un comportamiento sádico de la policía porque ellos saben que dejarlos que salgan y atraviesen sectores de grupos contrarios al grupo, es como una sentencia de muerte”, dice Javier Canales.
Días después del crimen los estudiantes, custodiados por militares y con su antorcha encendida, desfilaron frente a la posta y siguieron hacia Rivera Hernández, donde el acceso es cada vez más restringido, hasta las calles controladas por los Vatos Locos.
Y pasaron frente al Chelito, vestido con tenis, calcetas, pantalones cortos y una camiseta bien pegada a su infantil barriga. El niño tiene la misma edad de su hermano cuando lo asesinó la MS13, y ahora confiesa que adoptó a los Vatos Locos como su familia para poder matar a quienes le causaron tanto dolor.
Con estos niveles de violencia no extraña que San Pedro Sula sea el lugar de donde más niños y jóvenes emigran a Estados Unidos.
“En México todos tenemos patrón”
La migración infantil no se entiende sin los traficantes de personas, conocidos como “coyotes”, y sus redes de corrupción que se extienden de Centroamérica a Estados Unidos.
Una telaraña que en casi todos sus hilos es controlada por la delincuencia organizada, especialmente bandas de narcotráfico.
De eso platica “J”, uno de los coyotes más famosos de San Pedro que en los últimos años se ha especializado en transportar “güirros”, modismo hondureño para llamar a los niños.
Su tarifa es una de las más caras de la región: cinco mil dólares por persona. Pero ofrece un viaje en autobús de lujo desde San Pedro hasta la frontera mexicana con Estados Unidos.
Algo que sólo es posible por la corrupción: apenas al entrar a México “J” entrega sobornos a policías federales y agentes del Instituto Nacional de Migración (INM). Y cuando se acerca al norte se encarga de pagar el tributo a los carteles que controlan la región.
De la tarifa que cobra, sólo conserva mil dólares. El resto se queda en el camino.
Una noche fresca y silenciosa “J” cuenta, divertido, los detalles de su trabajo.
“¡Ah bárbaros! les digo yo cuando me agarran el dinero”, festeja. “Los padres de los niños se contactan con uno desde Estados Unidos, después que dejaron a sus niños aquí solos”.
La mayoría son pequeños que han sido amenazados por las pandillas de la Mara, y para salvarlos sus padres aceptan sin replicar las tarifas y condiciones del traficante.
Mientras conversa su teléfono no deja de sonar. “J” ignora las llamadas hasta que identifica una que proviene de Estados Unidos. Esa sí la contesta, mientras enciende el altavoz del aparato. Sonríe. Es evidente que está orgulloso.
Por la bocina se escucha a una mujer que agradece haberle llevado a su hija. Hoy la chica tiene empleo, gana 700 dólares a la semana y sobre todo, su vida ya no está en riesgo.
Pareciera entonces que el trabajo de los coyotes es un mal necesario. ¿Es cierto?
“Está mal visto ante los ojos del hombre pero está bien visto ante los ojos de Dios”, contesta sin dudas. “Mucha gente te cataloga como delincuente, pero si tú como padre mandas a traer a tu niño, me lo vas a agradecer”.
— ¿Cómo controlas a los niños en el camino?
— Agilizo el viaje, no paro a descansar. Son autobuses de lujo.
— ¿Cómo pasas los puntos de revisión?
–Con dinero. Sobornando a toda la ley mexicana, federales y estatales. Es fácil. El precio de los menores de edad oscila los cinco mil dólares desde San Pedro hasta la frontera. El trato que hay es que los agarre migración norteamericana”.
— ¿A qué le tienes miedo durante el viaje?
— Te pueden secuestrar a los niños y extorsionar a los papás en Estados Unidos pero para eso ya estás identificado con las bandas delictivas de México, con los cárteles. Tienes que estar afiliado a algún cartel para poder hacer esto. Tener un patrón.
– ¿Tienes patrón?
— Sí, todos tenemos patrón en México. Todos, ¡todos!. Si brincas por un lado tienes que trabajar para el Cártel del Golfo, si brincas por otro lado tienes que trabajar para el Cártel de Los Zetas. No te puedes mover solo.
El traficante de personas está cansado. Han pasado varias horas desde el inicio de la plática y su estado de ánimo es como una montaña rusa.
De pronto habla de los sentimientos que le provocan los niños que lleva al norte, y entonces muestra en su teléfono móvil las fotografías que se ha tomado con ellos.
Y confiesa: hace cuatro meses llevó a su esposa embarazada a Estados Unidos para que diera a luz en ese país. Cuando el niño crezca lo llevará de nuevo al norte, para que estudie allá.
Los caminos de la vida
En Honduras y Guatemala hay niños que emigran, otros que se quedan y son asesinados y algunos que se esfuerzan por aguantar la vida.
Así son Lucy (15 años) y Carmen (16), que asisten a la escuela en otra colonia de San Pedro. Viven estigmatizadas por compañeros y maestros a causa de la violencia que cubre los rincones de su barrio, Rivera Hernández.
Lucy recuerda que el primer día de clases la maestra les preguntó, asustada: “Pero somos amigos, ¿no? aquí no queremos problemas”.
“En mi familia sí se vive lo que son las maras. Tenía cuatro primos y a uno lo mataron, tenía 18 años, quedaron tres vivos pero se tuvieron que ir por lo mismo, ellos eran mareros pero se tuvieron que ir porque los iban a matar”, cuenta.
Carmen fue criada entre pandillas y quiere estudiar en la universidad. “Aquí varios de la Rivera deciden irse para no estar metidos en las pandillas o para no ver sufrir a sus familias”, dice.
En su barrio hay varios nombres comunes: M18, MS13, Los Tercereños, Los Parqueños, Los Gansos o los Vatos Locos. Todos pandilleros.
“En donde yo vivo, en la mañana, en la tarde y en la noche, hay maras. Miedo que me da. Comenzando desde los nueve años ya son mareros. Tengo vecinos y amigos que desde chiquitos nos hemos criado y ellos ya están en la mara”, cuenta Carmen.
La respuesta del presidente Juan Orlando Hernández a la violencia es sacar a los soldados de los cuarteles, y ahora en Rivera Hernández patrullan desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde.
A partir de esa hora las precauciones de los vecinos se duplican, la calles se vacían, las armas se prueban con ráfagas al aire, los taxis dejan de entrar.
En algún lugar del barrio, al amanecer, policías y soldados se acercan a la casa de “S”, líder regional de Los Vatos Locos. Ágil, delgado, de 24 años de edad, el pelo amarrado en una coleta.
Muestra la cicatriz de una cirugía para extraer una bala en el abdomen, mientras presume su estrategia para sobrevivir a la guerra de pandillas.
“Aquí nunca se duerme porque te lleva la corriente”, dice, pero interrumpe la plática porque aparecieron los militares.
De casas vecinas salen varios jóvenes pero “S” los tranquiliza. “No les pongan mente”, ordena. Los militares formulan un par de preguntas y luego se despiden.
Antes de irse, frente al pandillero, enderezan el cuerpo y se llevan la palma extendida a la frente. El saludo marcial a sus superiores.
La escena ocurre en la misma calle donde vive El Chele, a quien es más fácil verlo como un niño necesitado de cariño que el matón que en realidad es.
Pensar que debería cargar una antorcha y no una pistola automática. Que desfila con otros niños y no viaja en un coche de cristales oscuros para cumplir una misión.
Que cruza la frontera con Estados Unidos al lado de “J”, el coyote, mientras corre para entregarse a la Patrulla Fronteriza y recuperar la esperanza de reunirse con su familia.
De encontrar el destino que le corresponde.
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