La costumbre en el sur de México dice que el destino de las guatemaltecas es el trabajo en el hogar, las hondureñas esclavas en bares o cantinas y las salvadoreñas son invisibles. Las mujeres migrantes están atrapadas entre la frontera física en el Soconusco, Chiapas, y la real, más infranqueable: los abusos, discriminación y estigmas. Aquí ellas no son, más que lo que su origen –y la sociedad- las ha condenado a ser.
Estigma número uno, las “que sirven”
Texto: Ángeles Mariscal. Fotos: Elizabeth Ruiz Alvarado, Moysés Zúñiga Santiago
Es domingo. El Parque Miguel Hidalgo, en el centro de Tapachula –ubicado a 275 kilómetros de la frontera con Guatemala- está abarrotado. Decenas de mujeres, la mayoría mujeres-niñas, casi adolescentes, lucen prendas bordadas de muchos colores, con diseños y tejidos típicos que las delatan indígenas del país vecino. Se toman de la mano, caminan rodeando una y otra vez el kiosco ubicado en la parte central.
Algunas llegaron temprano, con sus pertenencias en una maleta o en bolsas de plástico. Se sientan en las jardineras y ahí esperan. Rosa y otras dos jóvenes que se acompañan cruzaron apenas esta mañana la frontera entre México y Guatemala, por el puente fronterizo de Tecún Uman. Pagaron para que el Instituto Nacional de Migración les diera una Forma Migratoria de Visitante Local (FMVL), que se otorga a quienes viven en la zona fronteriza de su país.
Eso les permite transitar con cierta libertad en los municipios circunvecinos de la frontera, pero no la autoriza a trabajar en México. No hace falta, las relaciones comerciales y de trabajo entre habitantes de ambos países, son ancestrales y filtran fronteras.
Rosa luce sudorosa, cansada. Apenas se sienta en la banca, se acerca una mujer madura, que bajó de un auto. Platica con ella y hacen el trato: 1,200 pesos mensuales (92 dólares) más alimento; los domingos son días de descanso, luego que deje hecho el desayuno a la familia.
La mujer empieza a cruzar el parque, Rosa se despide rápidamente de sus amigas y camina tras la mujer. Ambas suben al auto, Rosa en la parte posterior, tímida. No levanta la mirada, no mira a los ojos. Le esperan largas jornadas de trabajo en una relación de semi esclavitud, donde una y otra vez tendrá que barrer, limpiar, cocinar, cuidar niños ajenos y desdibujarse hasta casi hacerse transparente.
La escena se repite durante la mañana, aquí y allá en el parque. Para la tarde sólo quedan las trabajadoras domésticas que ya tienen trabajo y disfrutan de su único día libre.
Quienes trabajan aquí son mujeres jóvenes y niñas. El Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova realizó un censo con trabajadoras domésticas de Guatemala y encontró que casi la mitad de las entrevistadas, 49 por ciento tienen 22 años de edad; la otra mitad, entre 13 y 17 años.
El Centro Fray Matías documentó que la expectativa de muchas de las adolescentes trabajadoras domesticas es obtener los recursos que les permitan regresar a su país para continuar sus estudios. La mayoría llega por temporadas, pero muchas de ellas se quedan atrapadas y sólo regresan a su país ocasionalmente.
No hay un censo o aproximado que permita sabe cuántas son, porque son una población flotante y su trabajo se da en el ámbito de lo privado, sin contrato formal. La mayor parte de ellas ha naturalizado el rol de realizar trabajos de servidumbre en la zona del Soconusco chiapaneco desde la época de la Colonia ya sean en las fincas o las viviendas.
Alba se encuentra en el Parque Miguel Hidalgo desde la mañana. Ella y sus compañeras no se han movido a pesar de la lluvia que ha caído en el lugar. Alba luce un poco más grande que las demás, dice que ya tiene 30 años, y que desde hace 8 llegó a trabajar a Tapachula, que está contenta porque a ella le pagan 2,000 pesos mensuales. Apenas un salario mínimo, aunque su jornada laboral duplica la que establece la ley mexicana, que es de 40 horas a la semana.
En un día normal se levanta a las 6, prepara el desayuno, hace el aseo, la comida, lava ropa, mandados, recoge la cocina, plancha. Ha trabajado limpiando tiendas o restaurantes, la paga es buena, pero no le dan dónde dormir.
“Me gusta más en casa”, dice, aunque reconoce que no siempre tiene un lugar propio para dormir, como ahora, que trabaja en una casa de la Colonia Solidaridad (habitada por tapachultecos de clase media baja), donde cada noche descansa en una colchoneta que coloca en el espacio que hay entre la cocina y la sala.
– ¿En tu día libre qué haces?
– Ayudo con el desayuno y ya me vengo al parque.
– ¿Y al cine o a la playa que está acá cerca?
– No
– ¿Porqué?
– Me da pena… la gente nos queda viendo y como que no le gusta que estemos ahí, a lo mejor por nuestros trajes.
Alba dice que en su país podría ganar un poco más de dinero, haciendo el mismo trabajo. Prefirió quedarse en Tapachula porque, dice, “en Guatemala hay mucha violencia”.
Santiago Martínez Junco, coordinador del área de capacitación del Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, explica que de acuerdo a las leyes mexicanas, las trabajadoras domésticas de Guatemala laboran en un sistema de semi esclavitud.
“El imaginario social de la región y los estigmas fenotípicos marcan a las mujeres migrantes, si eres guatemalteca el nicho laboral es el empleo doméstico, de limpieza o agrícola; a la hondureña, salvadoreña o nicaragüense, se les contrata preferentemente en el área de servicios sexuales, o en botaneros, restaurantes, para atraer clientela; y aún ahí hay diferencias”, explica.
El trabajo de las mujeres guatemaltecas se ha sido invisibilizado porque se desarrolla en el ámbito privado, lo que las coloca en una situación de alta vulnerabilidad.
No hay contratos, no hay justificación en despidos, y estos se utilizan muchas veces como una estrategia para no pagar salarios. En algunos casos se les cobra la comida, y el salario promedio que se les otorga es de mil 200 a mil 500 pesos mensuales (100 dólares promedio), por 72 horas a la semana.
Aunado a ello, explica la sociedad les confina o excluye de la vida cotidiana y sus centros de reunión.
“La mayor parte de las trabajadoras domésticas no conocen más que el Parque Miguel Hidalgo y las calles que conducen a su lugar de trabajo. Por ejemplo, los tapachultecos pidieron a las autoridades que les construyera el Parque Bicentenario porque este lugar ´estaba lleno de chapines´ (sobrenombre que se les a los originarios de Guatemala). Y no es que explícitamente ellas no puedan ir a otros lugares, sino que la sociedad las margina, las excluye y ellas sienten esa presión social sobre si mismas”.
Al final del día –valora Santiago Martínez- se reproduce esa situación que se vivía en toda esta región durante el sistema feudal, de mantener excluida a la servidumbre, y de no permitirle que se desarrolle en otros ámbitos de trabajo.
Los domingos, cuando ellas acuden a descansar al parque Miguel Hidalgo, el Centro Fray Matías intenta sensibilizarlas y capacitarlas sobre sus derechos, explica Martínez.
“Les informamos sobre sus derechos laborales, damos talleres de algunos oficios que ellas mismas escogen, y trabajamos dinámicas para fortalecer su autoestima, para que se asuman como personas con derechos… a veces vamos juntas a recorrer la ciudad o dar paseos a lugares cercanos para que vayan perdiendo el miedo y se sientan más seguras”.
Estigma número dos, las que venden fantasías
Su cuerpo se contonea en el escenario mientras se escucha como fondo el sonido de un acordeón, trompetas y bongó. Rítmico y sensual (¿puede un sonido por si mismo ser sensual?), el sonido de una cumbia acompaña a la bailarina mientras se va desprendiendo de la ropa.
Abajo del escenario, en mesas diminutas, otras mujeres pegan sus cuerpos a los clientes, beben con ellos, algunas bailan tratando de que las manos de quienes pagaron por estar con ellas “solo para bailar”, se mantengan fuera de su sexo. En otro espacio del mismo escenario, otras más juegan billar con los parroquianos exagerando las posiciones para resaltar las curvas de sus cuerpos.
La propietaria del lugar, una mujer de unos 50 años originaria de esta frontera al sur de México acepta mostrarnos el lugar y hablar con las bailarinas en los camerinos. Insiste: en este centro nocturno no hay servicio sexual, “aquí solo les vendemos fantasías”.
“Muchos hombres sólo quieren verlas desnudarse, bailar con ellas, platicar con las catrachas (hondureñas) principalmente, porque dicen que son las más bonitas; pero tenemos bailarinas de Guatemala, de El Salvador, de Nicaragua. Muchos ni siquiera quieren tener relaciones sexuales, sino sólo pasar un buen rato, distraerse de los problemas de su vida diaria”.
Para el sexo, aclara, hay otros lugares.
Paso a la parte trasera del escenario. En la puerta de la habitación llena de espejos donde las mujeres se arreglan, se encuentra colocado el reglamento del lugar que establece el número de veces que cada una debe bailar y desnudarse arriba del escenario; la cantidad de cervezas que deben tomar con los clientes (mínimo 200 a la semana). A esta actividad se le llama fichar, la propietaria asegura que de la ganancia de cada “ficha” o cerveza, la mitad para ellas.
Adentro de los vestidores la fantasía que se vende afuera, se desmorona. Antes de salir al escenario Melani come presurosa un caldo de res y un refresco, dice que no había ingerido alimento en todo el día porque tuvo problemas con su actual pareja, por celos y porque él no se lleva bien con los hijos de ella, menores de edad.
Tiene 23 años y tres hijos. Dice que tuvo que salir de su país desde 2009, por “problemas” con su anterior pareja. “Él se metió a las Maras y ya sabes, en mi país hay mucha violencia… me tuve que salir”. Melani dejó un tiempo a sus hijos con su mamá, cuando se estableció en Tapachula, los trajo a vivir con ella.
Sus dientes frontales lucen careados, y en sus pantorrillas tiene cicatrices muy visibles, algunas de ellas recientes. Al observar que las noto, se apresura a ponerse una licra color piel, y sobre ella la ropa de la que ira desprendiéndose poco a poco en el escenario.
“Me pega porque tiene celos porque dice que los clientes me ven (él trabajó un tiempo como barman del centro nocturno donde ella labora). Pero de esto mantengo a mis hijos, de esto lo mantengo a él. ¿Qué quiere, que me vaya de dependienta en una tienda? Ahí ni nos dan trabajo porque dicen que robamos, y cuando lo dan, quieren pagar una miseria. Yo ya le dije, te juntaste con una hondureña, esta es la vida de las hondureñas, solo acá nos tratan bien y nos pagan mejor”.
Melani tiene que afrontar todos los días el estigma de ser una “catracha”, término peyorativo con el que nombran a las mujeres originarias de su país, quienes se les considera ser amantes expertas. Su fisionomía la traiciona -caderas anchas, piernas largas, talle esbelto- no le permite desdibujarse. “Si me subo a un taxi, el chofer me quiere agarrar las piernas, si trabajo en una tienda, el patrón se quiere meter conmigo”, lamenta.
A la luz neón de los vestidores, las bailarinas se maquillan, se colocan pelucas de larga cabellera; luchan por simular con licras y ropa ajustada la celulitis, las ojeras, el vientre abultado, las cicatrices y estrías que deja la maternidad. La penumbra que hay al salir a la pista las ayudará.
Luis Rey García Villagrán, activista defensor de los derechos de las trabajadoras sexuales, asegura que sólo en Tapachula, la ciudad más grande de la región fronteriza conocida como El Soconusco, existen más de 15 zonas de tolerancia y unos 200 centros donde se ejerce la prostitución abierta y disfrazada; de manera voluntaria, o a través de las redes de trata de personas con fines de explotación sexual.
Representante del Centro de Dignificación Humana AC, Villagrán considera que esta actividad se da en medio de una permisión social y gubernamental.“Aquí en esta región cualquier niño de 5 años ha visto que enfrente de su casa, junto a su escuela, en su camino diario, hay un botanero, un bar, un prostíbulo, un cabaret. Ha visto a la mujer centroamericana entrar y salir de ahí. Ha naturalizado esta situación y ha encasillado a las mujeres migrantes en esta actividad”.
Las mujeres migrantes se han vuelto parte de la cotidianidad en el Soconusco. Con ellas convive la población. A los lugares donde laboran acuden todo tipo de parroquianos, incluso servidores públicos. De su situación migratoria, solo preguntan cuando hay de por medio un intento de extorsión.
Estigma número tres, las “dispuestas a todo”
Aidé administra una “cuartería” (vecindad) ubicada a 10 calles del centro de Tapachula. Es decir, cobra la renta o alquila las habitaciones de techo de lámina a quienes solicitan el servicio, la mayor parte migrantes que carecen de estancia legal en México.
Al llegar a la cita con Aidé, coincido con una docena de migrantes que –conducidos por un guía (pollero)- son introducidos en una de las habitaciones. Ella no se intimida, dice que los migrantes abandonarán en uno o dos días el lugar, en tanto llegan a recogerlos para que continúen su viaje.
Ella ha estado en la cárcel acusada de Trata de Personas con fines de explotación sexual. Logró salir luego de tres años de reclusión.
“Yo acaba de ser deportada de Estados Unidos, y necesitaba seguir enviando dinero a mis dos hijos que siguen en El Salvador, así que un amigo me contrató de encargada de un bar. El lugar no era mío, yo solo veía que las meseras no se quedaran con el dinero. Si ellas se querían meter con los clientes en los cuartos ese es su problema, es su forma de ganarse la vida, nadie la obligaba”.
Durante un operativo Aidé fue detenida, no así el propietario del lugar. Algunas de las mujeres que trabajaban en ese bar ubicado en Ciudad Hidalgo, eran menores de edad. Sin embargo, con el paso de los días todas fueron deportadas a sus lugares de origen y ninguna se quedó para seguir el proceso penal por el delito de Trata de Personas, así que Aidé obtuvo su libertad.
“Al salir intenté cruzar otra vez los Estados Unidos, pero no pude, me regresaron otra vez y aquí me tienes, atrapada en este lugar, sin poder avanzar y sin poder regresarme a mi país”, narra con gesto adusto y ademanes bruscos, que contrastan con sus ojos claros, amables, su cabello rizado y su figura pequeña.
En la habitación donde estamos apenas cabe una mesa, dos sillones, una cama individual y un mueblecito donde suena fuerte una televisión que no pierde de vista una niña de unos 10 años que dice, es hija de una amiga que se queda con ella en tanto encuentra un lugar propio donde vivir.
“Ya me estoy resignando a vivir aquí en Tapachula, o en Cacahoatán o cualquier lugar de por acá, da lo mismo. Pero trabajando de qué, aquí a nosotras las salvadoreñas no nos quieren dar trabajo ni en las casas porque las mujeres piensan que vamos a quitarles el marido. Buscamos trabajo de empleadas y el patrón quiere meterse con nosotras; en los bares piensan que vamos a robar, a matar a los clientes”, narra, mientras alista una pequeña maleta donde acomoda barnices e instrumentos para arreglar uñas, servicio que da a domicilio y en un pequeño salón de belleza de la zona. Considera que este es uno de los pocos trabajos que puede realizar sin que la discriminen.
Las mujeres migrantes que habitan al sur de México viven atrapadas entre una frontera física que les impide transitar libremente y una frontera real, resultado de la discriminación, abusos y estigmas sociales, que las borran como personas.
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la siguiente frase: “Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx”