Cuatro años después de la masacre de migrantes en San Fernando, Tamaulipas, pareciera haber un esfuerzo oficial por borrar la tragedia. Pero el crimen sigue vivo, tanto como lo recuerdan los familiares de las víctimas, los que todavía no comprenden cómo es que México pudo permitir esa barbarie.
Omoa, Honduras.— J. corre a la casita de block donde vive con su abuela y regresa con una foto enmarcada de Misael, su papá, a quien dejó de ver hace cuatro años aquella madrugada cuando se despidieron con un beso porque se iba a Estados Unidos. “No se vaya, papito”, le dijo entonces, adormilado. Cada tanto, al recordar el adiós, dice a su abuela Ángela: “Si me hubiera hecho caso no lo hubieran matado”.
Misael Castro Bardales, además de ser padre de J. es uno de los 72 migrantes asesinados por Los Zetas en agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas.
Es un muerto vivo, ya que aunque su cadáver fue identificado por sus familiares las autoridades mexicanas no lo reconocen entre los muertos. Las autoridades mexicanas lo identificaron mal, enviaron su cuerpo a Honduras bajo el nombre de otra de las víctimas de la masacre y nunca corrigieron su acta de defunción. Nunca certificaron su muerte.
Esa omisión ha hecho que la abuela de J., la dulce mujer que quedó a cargo de él, batalle para todo. Hasta para conseguirle la beca escolar a la que el niño tiene derecho.
“Me habían ofrecido un bono de 10 mil lempiras (500 dólares al año) y no podemos lograr porque no hay difunción”, dice doña Ángela.
Su nieto, flaquillo, larguirucho y cariñoso, la abraza por la espalda mientras escucha atento, debajo de un árbol de mango, el relato del asesinato de su padre. No dice nada. Sólo mira la foto de su papá. A ratos mordisquea una empanada. Se sienta sobre el tronco de un árbol.
“Mire, aquí está él, 27 años tenía. Pobrecito. Ese día está en Omoa, en las playas, le gustaba comer en ese restaurante”, dice la joven abuela al mostrar el cuadrito de madera que enmarca la imagen de Misael –delgado, larguirucho– sentado sobre una tabla plana, en un changarro playero.
“Iba a Houston, Tecsas”, agrega J.
El niño tiene nueve años, estudia en cuarto grado. Es flaco por naturaleza, pero ahora está más delgado porque el dengue le rebajó la talla. Tiene manchitas de tinta negra en la nariz por una trabajo que acaba de hacer en la escuela.
Este medio día necesitará materiales para las clases. Ella le pregunta atenta para qué clases.
“El estaba de cinco años, no asimilaba. Ahora sí pregunta y cuando mira que otros cipotes tienen a su papá sí le afecta”, dice sobre su nieto la abuela cuando el niño se aleja a jugar con sus sobrinos y tíos que se amontonan en una hamaca descocida que cuelga de los árboles del terreno donde viven, cerca de la carretera.
J. es un niño estudioso que salió bueno para las matemáticas. Cuando termina los ejercicios que el profesor pone en el pizarrón se levanta a explicar a los compañeros más atrasados.
Miriam, otra hija de Ángela, hermana de Misael, quien arrima otra silla para meterse a la entrevista, contará después que tras la tragedia Ángela se volcó a atender al nieto, le da a él los cariños que no puede dar a su hijo, se la pasan juntos y no quiere pensar que quizás algún día la madre de J., que vive sin papeles en Estados Unidos, mande por él.
J. es uno de los niños y niñas que quedaron huérfanos cuando pasaron por San Fernando. Las víctimas eran de Honduras, Guatemala, El Salvador, Brasil, Ecuador e India. El gobierno mexicano no se responsabiliza por su suerte. A pesar de que era público que en esa zona secuestraban migrantes.
“Él está regular, a él le está dañando”, dice la abuela cuando J. se aleja. “A veces se pone a pensar. El día 10 me dijo: ‘Mi papá se fue hace cuatro años’ y yo le digo: ‘sí, pero lo mataron el 22’”.
Misael era ayudante de albañil, reparador de cosas y milusos. Jugaba futbol, eso lo recuerdan todos: lancheros, mototaxistas, vendedores playeros que se dicen sus amigos. Parece que todos conocían a “Pepel”, como le decían. En su entierro estuvo todo el pueblo.
“El 18 mi hijo me llamó, fue la última vez que le escuche la voz me dijo: ‘Mamá, voy con un coyote bueno, me dan de comer’. Dijo que estaba en Veracruz. Que le depositáramos dinero en un número. No me gustó que dijo que iban 40 con él. Cortaron la llamada, yo sentí algo como que estaba secuestrado”, recuerda Ángela, quien asegura que escuchó la voz de un hombre que lo presionó para que diera el número de cuenta a dónde había que depositarle
Como presintió algo, Ángela le dijo: “‘Pórtate bien, agárrate a Dios’. Me cortaron la llamada pero sé que sí escuchó y el hombre también. Lo dejaron vivir cuatro días más”
Después agrega lo que no le dijo en el teléfono: “Pórtese bien, hijo…Para que no lo maten”.
El 25 de agosto de 2010 los Castro Bardales escucharon la noticia de la infame masacre contra 72 personas desarmadas, inocentes, cuyo único error fue haber querido migrar por rutas controladas por los Zetas. Como el nombre de Misael no salía en la lista de cadáveres identificados decidieron no preocuparse.
Aunque sabían que Misael ya no llevaba cédula de identidad. Se la habían quitado en el primer asalto que sufrió cuando había cruzado de Guatemala a México.
“Me decían que no me preocupara, que él estaba bien. Que si salió el día 10 (de Omoa) y pasó el 22 no podía estar tan pronto en Tamaulipas porque es lejos. Pero una como madre el corazón no se engaña y me preocupé, me preocupé”, dice Ángela.
Un pollo pelón corre por la tierra.
J. cursaba el kínder cuando mataron a su papá. Tenía cinco años.
Misael regresó en un ataúd a casa de pura casualidad. Llevaba tres días varado en la morgue de Tegucigalpa, como no identificado.
Estuvo a punto de ser enterrado por la familia de Carlos Alejandro Espinoza que tuvo la precaución de abrir la caja que le entregaron en una ceremonia a la que acudió el presidente de Honduras. Desafiaron la prohibición del gobierno mexicano de que no se abriera por cuestiones sanitarias y se toparon con el cadáver de un hombre distinto a su familiar. El desconocido tenía tatuajes en la piel. Era Misael. Pero en ese entonces nadie lo sabía.
Misael quedó el limbo, junto al cadáver de otro brasileño y otros dos desconocidos enviados desde Tamaulipas con nombres de hondureños asesinados y colocados erróneamente en ataúdes –por negligencia la PGR no intervino en el levantamiento de cadáveres y las primeras identificaciones, seis días después de la masacre se involucró al caso.
La primera semana de septiembre la familia Castro Bardales escuchó en la televisión al canciller pidiendo a las personas que tuvieran a un familiar migrante desaparecido que se comunicaran a cancillería. Ellos decidieron hacerlo. La última llamada de Pepel los había dejado nerviosos y tampoco se había vuelto a comunicar, ni siquiera para darles el número de la cuenta a donde debían depositar.
El desconocido que permanecía en la morgue llevaba en los dedos de las manos varias letras: “P-E-P-E-L”. Otra de sus marcas en la piel eran unas iniciales: MCB. Su nombre: Misael Castro Bardales. En la pantorrilla tenía grabado un corazón con una flecha y el nombre de una novia.
“De casualidad encontramos el cuerpo de mi hermano porque venía confundido con le de Carlos. También tenía el lunar del mismo que tengo yo”, dice Miriam, y muestra su lunar.
Pareciera que Misael se marcó la piel con tinta como si hubiera presentido algo, como si se hubiera marcado para no perderse. Para regresar con J., que –dicen las mujeres– era su adoración.
“Probando la tinta de una maquinita que hicieron se tatuó el nombre. Sin esos tatuajes se hubiera perdido y esa es la mejor ventaja porque pudimos enterrarlo. Otros nunca lo hallaron”, dice Miriam.
Enseguida de los cuartos de block donde viven Ángela y J., está la casa donde vive su hija Daysi: es de madera, de dos pisos; el de abajo es como una estancia abierta. La vida se hace en la planta alta para evitar las inundaciones.
En el jardín, amontonados en la hamaca, en un camastro y en sillas improvisadas, los familiares hablan de la masacre de nueve personas este día en la morgue de San Pedro Sula. Uno de los yernos de Ángela lleva una cachucha que dice “MEXICO”.
Doña Ángela pregunta a las recién llegadas qué tan lindo es México, como si fuera un lugar añorado. Luego lamentan que en Honduras no hay trabajo por lo que todos tienen que migrar.
Desde su casa miran pasar los autobuses llenos de hondureños repatriados de México. También de los paisanos que insisten en huir a probar suerte cruzando fronteras.
El gobierno hondureño les entregó a Misael el día 7 de septiembre, lo enterraron el día 9 en el cementerio que está dos kilómetros de su casa.
Por parte del presidente Porfirio Lobo les regalaron 20 mil lempiras para el entierro. Nada del mexicano. Ni siquiera un ‘usted disculpe pero en nuestro territorio matan migrantes y no hacemos nada para evitarlo’.
En la constancia de muerte que le entregó el gobierno de Honduras aparece que la causa de muerte fue por traumatismo craneal provocada por herida PAF, por arma de fuego. Tiro en la frente, tiro de (des)gracia, como todos sus compañeros de viaje.
“Si es triste enterrar a la familia, peor al hijo. Yo nunca había sentido un dolor así. Todavía fuera que murió de enfermedad, ¿pero que lo maten? Yo pienso que por eso lo de los nervios, lo del dolor del colon”, dice Ángela, quien no pierde la paz.
Durante el primer aniversario de la masacre, cuando ya había enterrado a Misael, ella aseguraba que su hijo estaba vivo, que seguramente enterró un cuerpo confundido. Eso quería creer. Ahora lamenta que México aún no rectifica que Misael es Misael, y no es Carlos. Y aunque el cuerpo de Carlos apareció después nadie ha rectificado el error.
“Fue un error por haber venido él con un papel que no era de él. Pero no aceptan que sí es él, sigue con el nombre del otro muerto. La difunción de él está como vivo porque los papeles no llegaron de México. Hasta el alcalde me quiso ayudar pero no pudo”.
Luego muestra la plegaria firmada por el presidente Lobo en condolencia por la muerte de su hijo: “¿Qué más seguridad se puede tener si ese papel lo firma el presidente?”.
Pero en México no lo validan.
“No puedo demandar por indemnización porque no tengo la difunción. 50 mil les dieron a los padres porque las demandas todos la firmamos en cancillería, fui con el alcalde de Omoa y me ayudó, hasta mandó La Prensa (los recortes de periódico), mandó mis papales por fax pero no pudimos identificarlo porque venía con el nombre de Carlos Espinoza porque su cédula de mi hijo la botaron”.
La familia Castro va al cementerio de Chivana, a dos kilómetros de casa. Cuando lo hacen rentan un mototaxi que los lleva. El día de la visita van Miriam y J. Pasan por la llave a la casa del cuidador, aunque el panteón está abierto. Es un campo arbolado, con la maleza del monte y del trópico.
J. camina a la tumba de su papá, la observa sentado sobre la lápida de enseguida. La tumba de Misael llama la atención porque es alta, demasiado larga porque no sabían de qué tamaño era el cajón llegado de México. Se le han despegado los mosaicos. La hermana dice que pronto van a remodelarla.
“Seguido venimos a visitarlo y recordarlo”, dice la hermana.
“Cuando lo visito le limpio”, dice el niño con una tranquilidad que irradia.
La tumba lleva una placa de metal en forma de Biblia –a la que acompaña una paloma– en la que se lee:
“Misael Castro Bardales
*14 marzo 1983
+ 22 agosto 2010
Recuerdo de sus padres, hermanos, esposa e hijos y demás familiares.
Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida el que cree en mi aunque esté muerto vivirá”.
Al pie de la tumba un laurel comienza a crecer.
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