Ante los riesgos que representa subirse a La Bestia, los migrantes han hecho suyos otros caminos para llegar a Estados Unidos. Viajan en combi, en taxis, haciendo escalas o en un Tijuanero, aunque siempre con una constante: dinero para pagar las mordidas. Aquí una crónica de esos viajes.
Uno, dos, tres, cuatro… hasta quince. Pedro cuenta los retenes que ha pasado y cuántos le faltan para bajarse del Tijuanero, el camión en el que viaja con su hermano, un salvadoreño de 19 años. En cada retén da cerca de mil pesos de mordida. Así no tiene problemas, asegura.
Pedro tiene rasgos centroamericanos, viste como cholo gringo y, pese a hablar como mexicano, su acento es claramente salvadoreño. Su pasaporte, en cambio, asegura que es mexicano y que nació en Tonalá, Chiapas.
A Pedro nadie le llama Pedro y, al igual que su hermano, es oriundo de El Salvador; sin embargo, su documento fue emitido legalmente en el consulado mexicano de Washington, a unos 50 kilómetros de Annapolis, la capital de Maryland, donde vive, mientras que su acta de nacimiento, falsa, le costó alrededor de 25 mil pesos hace ya algunos años.
Así puede cruzar México sin problemas. Su hermano, no.
A lo largo de los tres mil 200 kilómetros entre Arriaga, Chiapas, y Sonora, Pedro deberá dar como 40 mil pesos en mordidas (sobornos) y si hace las cuentas: “en lo que cruzamos a Estados Unidos (mi hermano) me va a deber 6 o 7 mil dólares”, dice.
Pedro y su hermano salieron de El Salvador en autobús y viajaron a la ciudad guatemalteca de Tecún Uman. De ahí a Ciudad Hidalgo, ya en México, donde Pedro cruzó el puente Internacional Rodolfo Robles, luego de mostrar su pasaporte mexicano en la caseta de migración, mientras que su hermano, a quién llamaremos Miguel para preservar su identidad, campeaba el agua montado en una endeble balsa hecha con un par de llantas y una tabla a cambio de un pago de 25 pesos.
Ya en México, los dos hermanos se subieron a una combi de transporte colectivo hacia Tapachula, Chiapas, dónde está el mayor centro de detención de migrantes de México, que, desde julio, cuando entró en vigencia el llamado plan Frontera Sur, aumentó considerablemente su personal.
El Plan es un intento más del gobierno mexicano por controlar el río humano que viene del sur y, entre otras acciones, limita el acceso al tren carguero conocido como La Bestia. Sin embargo, la medida no detiene el flujo de centroamericanos.
“Desde hace tiempo registramos otros medios de transporte como el camión, las camionetas tipo combi o de redilas, pero eran minoritarios en las encuestas. Ahora se están incrementando las cifras de migrantes que los usan. Se van moviendo por las mismas rutas, pero con transportes alternativos”, explica Alejandra Castañeda, investigadora especializada en migración del Colegio de la Frontera Norte (Colef).
Esa es la estrategia de Pedro, quién ya ha cruzado cuatro veces México.
“La primera vez que me subí al tren fue hace once años, pero entonces estaba tranquilo, era como viajar en coche. Te bajabas de uno y luego agarrabas otro”, narra. La última vez que se subió a La Bestia, hace un par de años, tuvo que pagar extorsión a Los Zetas y vio como asesinaban a un paisano, por lo que ahora no quiere exponer a su hermano menor, quién ya intentó cruzar con un pollero por Tamaulipas, pero la policía intervino la casa de seguridad donde estaba y lo deportó.
Desde que llegaron a Tapachula, Pedro decidió pagar un transporte privado hasta Arriaga para esquivar los múltiples retenes de migración que hay en la zona.
Un viejo amigo les cobró 10 mil pesos por llevarlos en un coche particular 250 kilómetros. “Así en un carro, no te para la migra”, explica Pedro.
Cuando llegaron a Arriaga, Pedro y Miguel abordaron un Tijuanero, como se conocen en Chiapas a los autobuses que viajan desde el sur hasta Tijuana, Baja California. Son empresas de tercera categoría, que aun y cuando viajan periódicamente y tienen hasta oficina fija, carecen de los permisos de una línea regular de pasajeros.
El Tijuanero que abordaron los salvadoreños debió jubilarse hace tiempo, pues se trata de un autobús destartalado, con el baño inservible, sin aire acondicionado y con televisiones descompuestas, pero todavía recorre casi cuatro mil kilómetros hasta la frontera norte y de regreso en una semana.
Para muchos mexicanos, y sobre todo centroamericanos, el Tijuanero es casi la única opción directa si se quiere viajar de sur a norte. Y lo es por un módico precio, mil 500 pesos a cambio de sobrevivir cuatro días a bordo, en los que se cruzarán los seis climas mexicanos sin más ventilación que dos respiradores superiores en el techo.
Moverse en líneas convencionales es más cómodo, pero cuesta el doble y, lo más importante, para hacerlo son indispensables los documentos migratorios en regla. No es así en losTijuaneros, en los que los centroamericanos pagan hasta cinco mil pesos, aseguran los choferes, quienes saben que ese sobreprecio es solo el comienzo.
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Un retén militar le hace el alto al autobús. Tres soldados se suben y piden a los pasajeros que se bajen. Se oyen resoplidos y quejidos sordos.
–Hagan dos filas: los hombres allá y las mujeres de este lado–, grita uno de los uniformados. Los 50 pasajeros se acomodan. Los nueve niños y niñas se quedan con las diez mujeres adultas. Una mujer trae su permiso de tránsito avalado por migración, otras alistan sus credenciales de elector. Al ver mi pasaporte, español, el soldado sonríe. Me quito los lentes de sol para que se cerciore que soy yo con un poco más de maquillaje. No me pide mi permiso de estancia legal en el país.
Un joven se queda en el lado de las mujeres, como si así pudiera pasar desapercibido. Le pasan del lado de los hombres. Trae una suerte de fotocopia de la credencial de elector. Se queda hasta el final. También Pedro y su hermano. Al resto nos hacen regresar al camión.
Ahí, en una esquina, Pedro se arregla con uno de los militares. Entrega mil pesos y su hermano puede seguir el camino.
La escena se repite una y otra vez. Sólo cambia el escenario, el tipo de autoridad –Ejército, agentes del Instituto Nacional de Migración o la Policía Federal–. De las zonas selváticas de Chiapas, Tabasco y el sur de Veracruz al desierto de Sonora. En la madrugada, al amanecer, a medio día o a media noche.
El Instituto Nacional de Migración (INM) es la única autoridad competente para verificar la situación migratoria de los extranjeros en territorio nacional. La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) o la Policía Federal solo pueden hacerlo con autorización expresa del INM, pero ante los migrantes del sur se convierten en predadores y exigen su mordida si no traen permiso de tránsito.
—¿Sabes que los soldados y la federal no pueden exigirle un permiso a tu hermano?—, le digo a Pedro.
—Sí, pero si me pongo cabrón, me va peor, así que mira, les doy lo que quieren y me la llevo tranquilo—, espeta sin pudor.
Desde 2006, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos le recordó a la Procuraduría General de la República (PGR), a la Sedena, a policías estatales y municipales que no están autorizados para solicitar documentos migratorios a los extranjeros que se encuentren en el país.
Pero de poco sirvió el consejo. Organizaciones civiles documentan diariamente extorsiones y abusos de autoridades contra migrantes sin documentos. Son una aduana irregular que sólo puede franquearse con dinero.
Según la Encuesta de Riesgos en la Migración, elaborada por el Colegio de la Frontera Norte, las autoridades participan en el tráfico de migrantes en 20% pero, la investigadora Castañeda asegura que “hay otro 20% subestimado de participación”. Los veteranos del camino, como Pedro, ya se la saben.
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“Ya valió”, dice el joven que carga una fotocopia plastificada. La luz de un retén rompe la oscuridad de la carretera federal 15, que va del Estado de México a Nogales. Son las 4 de la madrugada y la parada del autobús despierta a los viajeros, que dormitan en su segunda noche de viaje.
Dos oficiales de migración suben al camión y revisan uno por uno los documentos. Vuelven a bajar a todos los pasajeros entre los llantos desvelados de los niños.
—¿Todos estos centroamericanos van con ustedes o son pasaje?—, pregunta un agente de migración al chofer del autobús. Junto a su retén hay uno de la policía federal ministerial, la antigua Agencia Federal de Investigaciones. El frío de la madrugada sinaloense arrecia afuera, mientras arriba del camión se siente un calor sofocante.
—Son pasaje—, responde tajante Ernesto, el responsable del camión, mientras su calva, perfectamente rasurada, refleja la luz de la linterna que un policía ladea entre la bola de pasajeros y el chofer, parados contra la cerca de la carretera.
En México, el traslado de indocumentados está tipificado como delito de tráfico de personas tanto en la Ley General de Población, como en la Ley Federal contra la delincuencia organizada y se entiende como “la facilitación de la entrada ilegal de una persona a un Estado del cual dicha persona no sea nacional o residente permanente, con el fin de obtener, directa o indirectamente, un beneficio financiero u otro beneficio de orden material”. Las penas varían, pero es un delito grave que no alcanza fianza.
Ernesto y José, el chofer, ya están acostumbrados a lidiar con la amenaza. Llevan varios años trabajando en los Tijuaneros. Cobran diez mil pesos por cada viaje de ida y vuelta.
Ernesto, el calvo bigotón, una versión fofa del personaje de un famoso producto de limpieza, fue regidor en un municipio de Tlaxcala, por lo que sabe manejarse con las autoridades y es el que lleva la voz cantante. En cambio, José, tzotzil y ex zapatista, hace las veces de poli bueno. Así la van librando.
Mientras la migra apura el control documentario, los ministeriales revisan cada uno de los rincones del camión en busca de droga. Los requerimientos se vuelven más comunes y tediosos mientras más se avanza al norte.
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“Ya me gritaron mil veces que me regrese a mi tierra, porqué aquí no quepo yo, quiero recordarle al gringo: yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó. América nació libre, el hombre la dividió, ellos pintaron la raya para que yo la brincara y me llaman invasor…”, el acordeón aliña las letras de Los Tigres del Norte y rompe ligeramente el hastío de tantas horas de viaje. La sonrisa se le escapa a más de un pasajero entre las comisuras apretadas de sus labios.
En este punto del viaje ya se formaron parejas. Regalar unos besos “te paga el gasto de casi cuatro días de viaje”, dice una señora que viaja con dos niños de 12 y 11 años. El mismo Pedro se consiguió una novia que se bajó en Guadalajara.
Entre el medio centenar de pasajeros hay de chile, de mole y de dulce. Un par de familias chiapanecas que van a probar suerte en Tijuana (Baja California es, desde 2005, el principal destino de la migración interna de chiapanecos en México) con la mirada puesta en Estados Unidos apenas junten dinero; mexicanos que intentaran cruzar el desierto por Sonora; centroamericanos que pagan mordidas o que traen papeles falsos, un hondureño con pasaporte español, que entra legalmente dos veces al año para trasladar carros de segunda mano a su país.
También una guatemalteca con ciudadanía estadounidense, que no pudo pagar el pasaje en avión; una muchacha de 19 años que trabaja desde los 14 en el comedor de una maquila tijuanense, o una indígena chiapaneca que apenas ronda la mayoría de edad y carga una bebé de siete meses y es acompañada por su cuñada de 12 años, a quienes las espera un traficante de personas en San Luis Río Colorado, Sonora. El viaje está asegurado: el esposo de la chica pagó 25 mil dólares para que cruce a las tres.
Altar, un pueblo del desierto sonorense que encontró en los migrantes su mina de oro, marca el epílogo del viaje. A partir de ahí, las paradas se vuelven frecuentes. Pedro desaparece en algún punto perdido de ese desierto, después de cruzar la aduana de Sonoyta, en Sonora.
Es la madrugada del martes y al camión se le ponchó una llanta que ralentizará el viaje a paso de caracol por cinco horas hasta que, junto con el amanecer, encontramos una llantera a un lado del muro fronterizo. Faltan ocho horas y otros tres retenes hasta Tijuana, aunque el camión ya vaya medio vacío, el calor de un desierto cada vez más árido recuerda el infierno arenoso que todavía deben cruzar los migrantes con destino al norte.
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