Como nunca antes había ocurrido, una caravana de migrantes mutilados por La Bestia volvió a territorio mexicano a reclamar al gobierno el cese a la persecución que los obliga a subir al tren y arriesgar su vida. Su recorrido surcó camino a una cada vez más fuerte organización de centroamericanos que están dispuestos a exigir sus derechos.
Llegaron de sus aldeas, de su pueblos, de sus casas. Se preguntaron entre ellos cómo les fue en sus travesías. Después, lo más importante, ¿están en buen estado las prótesis?, y cuando se vio que “todo OK”, uno soltó ese humor negro, tan suyo: “¡Pues aquí está junta toda la pedacería!”.
Una energía especial recorría el pequeño local donde inició la reunión de los migrantes hondureños mutilados por el tren en México. Camaradas de desgracia que comparten el sucumbir bajo las ruedas de la máquina en marcha y la pérdida de por lo menos una de sus extremidades.
Juntos forman la Asociación de Migrantes Retornados con Discapacidad (Amiredis) que desde hace algunos años reclama a Honduras detener el éxodo forzado al norte.
La llegada de José Jeremías Hernández, desde el pueblo El Filón, a dos horas de camino, fue la más celebrada de todas. Él es el único del grupo de los desafortunados que no tiene las dos piernas.
La triste historia de este señor delgado, de bigote y bien vestido, quién solía ser ganadero y el gran portero del equipo de futbol en su pueblo, comenzó cuando su comunidad quedó cercada por delincuentes armados que llegaron con un camión para llevarse todo el ganado. Nadie pudo entrar ni salir hasta terminado el saqueo.
Jeremías Hernández se quedó sin su patrimonio, que eran tres vacas. Como no pudo asimilar el atraco ni reponerse económicamente, se convirtió en migrante. El 25 de marzo del 2006 dejó Honduras y agarró camino al norte.
“Había ahorrado un dinero de mis cosechas, había comprado unas vaquitas y me las robaron, entonces ahí fue cuando yo me desesperé y me a decidí a huir una temporada”.
Entró a México por el Ceibo, donde hay un gran tianguis en medio de la selva, esquivó las oficinas de Migración y recorrió un tramo carretero de 40 kilómetros antes de llegar a Tenosique, Tabasco, la primera ciudad del país.
Ahí se le acabó la oportunidad de subirse a autobuses porque éstos pasan por puestos de control de las autoridades migratorias. Era de mañana, esperó hasta la tarde la partida del primer tren de carga.
“La cosa es que no le tuve miedo al tren y me sentía seguro de que lo agarraba. Cuando quise agarrarlo puse las dos manos en la escalera y con el aire me zafé y caí”.
Ya en el piso, con las piernas arrancadas por las ruedas del tren, don Jeremías trató de jalarse hacia afuera de las vías para que no lo absorbiera la fuerza centrífuga de ellas. De no haberlo hecho, habría quedado despedazado.
Don Jeremías nunca perdió el conocimiento, pero tampoco era consciente de lo que le había pasado.
“No vi para abajo, el mismo dolor no me dejó, y Dios… Al otro día ya desperté mocho”.
Al dejar su hogar, su objetivo era quedarse en México una temporada para recuperar los ahorros que le robaron y después volver a su aldea a rehacer su patrimonio con sus cuatro hijos y su esposa.
Tras cinco meses de estar en hospitales, Jeremías volvió a casa. Ya no cultiva frijol, maíz ni café, como antes. Tampoco tiene vacas. Sobrevive con su pulpería (tienda de productos básicos).
Dice que está agradecido con México porque aquí le salvaron la vida. La sangre que lleva en sus venas se la metieron al cuerpo en Tabasco
“Llegó un amigo que me regaló las prótesis y con eso me sentía yo feliz”, rememoró don Jeremías ante sus compañeros mutilados, antes de comenzar la reunión en la sede del Comité de Migrantes Desaparecidos del Progreso (Cofamipro).
La señora Rosa Nelly Santos, una de las mamás hondureñas que cada año recorre suelo mexicano buscando a sus hijos migrantes, y líder de la Cofamipro, era la anfitriona. A sugerencia de ella, todos se sentaron, agacharon la cabeza en reverencia y rezaron para bendecir el encuentro.
Lo que siguió en esa reunión del 6 de marzo de 2014 en Progreso, departamento de Yoro, fue una plática desordenada sobre los pendientes de su asociación, recuerdos de sus infructuosos plantones en la Casa Presidencial de Tegucigalpa para exigir apoyos y de experiencias con la sociedad, que aún no sabe cómo tratarlos, como aquella vez que, a bordo de un taxi, chocaron con una furgoneta.
“Estaba bravísimo el chofer de la camioneta pero cuando vio que los que íbamos en el taxi veníamos en cachitos, se nos hincaba y nos pedía perdón”, recordó entre risas José Luis Hernández, de 26 años, presidente de Amiredis.
Así son ellos, capaces de asumir su condición de mutilados con una aparente naturalidad y hasta sentido del humor.
Doña Rosa Nelly, con el aire maternal y energía que la identifican, trataba de moderar la lluvia de ideas y comentarios que se habían desatado. Al final, surgió una iniciativa que a algunos les pareció una locura: “Hay que hacer una caravana en México para que nos escuchen allá”, dijo un animoso Norman Varela, el vocero de Amiredis.
Y el 20 de marzo, 20 migrantes mutilados se lanzaron en caravana hacia la ruta migratoria como nunca antes había ocurrido.
Era la marcha de los mutilados, cuyos cuerpos bien podrían ser la metáfora de los países que los han visto partir.
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Norman es el incendiario del grupo, “pone a bailar a todos en un minuto” y es el elegido siempre para encarar a los políticos. Cuentan en su entorno que su infancia no fue fácil y cargó más pencas de plátano que juguetes porque era el sostén económico de su mamá.
Le gustaba meterse en problemas y desde niño conoció el rechazo dentro de su casa. Por eso, sabe defenderse y expresar mejor que nadie el sentir de ese puñado de hombres que representan a unos 450 migrantes mutilados contabilizados en Honduras. Nadie, tampoco, llora tan fácil cuando recuerda su historia.
Era 2005. Entonces Norman, un soldado y fisiculturista, batallaba para mantener a su esposa y tres hijos por más oficios que supiera.
“Lo planeamos por un año, no por un día. Ella (su esposa) me dijo ‘Norman, haz lo posible que algo va a resultar’. Ella me impulsó por la necesidad. La necesidad nos impulsó a los dos. Haberla dejado a ella es otro sacrificio por la inseguridad, porque ellos dependen de mi y yo dependo de la fortaleza de ellos. Se quedaron solos, mi niña la más chiquita tenía dos años de edad”.
Norman vendió sus herramientas para dejarle un dinero a su esposa, agarró su mochila y se fue sin despedirse de sus hijos. Llevaba mil 300 lempiras (menos de 20 dólares) en el bolsillo.
Mientras recordaba su historia ante sus compañeros, Norman comenzó a llorar, pero recuperó su vozarrón en segundos y continuó con el relato de cuando perdió el pie el Tabasco.
“Cuando me vi envuelto en este problema, ¡eh!, fue duro para mi familia. A mi familia le avisaron que me había hecho cuatro pedazos el tren… los mal informaron. Yo me caí del tren y cuando desperté ya estaba amputada mi pierna”.
De un hospital, pasó al Instituto Nacional de Migración (INM), la antesala de su deportación.
“Ahí, el jefe de migración me daba una pastilla que me ponía como los animales en la selva. Dormido echaba baba y me hacía mis necesidades. Ahí nunca dormí con techo, yo dormía a la intemperie. A veces llovía y estaba debajo de la lluvia con días de estar amputado de mi pierna hasta que yo les dije que me iba a saltar para regresar”.
Ni por su estado de salud las autoridades mexicanas cumplieron su obligación de dar un trato digno a las personas migrantes.
Norman Varela fue enviado de vuelta a casa, sin dinero y sin su pie derecho. Ahora tiene cuatro hijos y vive de lo que puede con la habilidad de sus manos para desempeñar oficios.
Fue él quien más jaló la carreta de la caravana, pues era el más convencido de que tenían que volver a pisar tierra mexicana a reclamar algo de lo que este país les había mutilado.
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“Te pido por favor, José Luis, que no lo hagan”, le dijo desde México una activista del Movimiento Migrante Mesoamericano al presidente de Amiredis, en esa reunión donde acordaron cruzar territorio mexicano.
La preocupación de los colectivos era compartida. La Caravana de Madres de Migrantes Desaparecidos les ofreció un espacio en su recorrido para que no se manifestaran solos; otros activistas les advirtieron que solo iban a sufrir; sus amigos trataron de disuadirlos y sus familias también les pidieron recapacitar.
Si su tenacidad los había hecho sobrevivir a la mutilación del tren, no se rendirían ahora. Era algo que solo ellos entendían.
Cuando salieron de Progreso en uno de esos buses viejos, bajaron en la Gran Terminal de San Pedro Sula y atestiguaron un enfrentamiento a balazos. Después tomaron el camión de pasajeros de las 12 de la noche con destino a la frontera con Guatemala y al día siguiente llegaron hasta la capital.
Viajaban en las mismas condiciones que cualquier migrante hondureño y como lo hicieron antes: sin dinero, sin pasaporte ni visa y sin un plan definido. Pero ahora tampoco llevaban brazos, dedos o piernas.
“Nadie nos cree pero a nosotros no nos importa”, decía y decía un José Luis dispuesto a pagar el costo de un viaje tan complicado, un hombre cuya desgracia acrecentó su fe en Dios.
Tenía 17 años cuando hizo su segundo intento de llegar a Estados Unidos viajando sin documentos legales con su amigo “Selvi”. Estaban a punto de llegar a Ciudad Juárez, Chihuahua, a bordo del tren.
“Uno se cuida mucho, no pensé que me iba a desmayar. Ni siquiera me dormí porque yo cuando tenía sueño me amarraba del tren arriba o en las escaleras, o me iba en los vagones que tenían paila y ahí podía ir a gusto. Mi amigo Selvi ni siquiera se dio cuenta cuando me caí porque iba con un gran sueño y creía que yo estaba bromeando cuando empezó a buscarme y más adelantito miró en las ruedas del tren y miró sangre”, contó José Luis a sus compañeros.
Entre esas ruedas del ferrocarril dejó una pierna, un brazo y 9 dedos de las manos.
Silvia Heredia, una misionera que trabaja con niños afectados por la violencia en San Pedro Sula, cree que José Luis tiene una rara habilidad de transformar la tragedia en algo bueno. Los comentarios más ácidos, en boca del líder de Amiredis, se vuelven reconfortantes.
“¡Mire nada más, parece que venimos flotando!”, dijo un día en que vio tanta muleta y prótesis a su alrededor, en Progreso.
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Pasaron dos días y poco se supo de la marcha de los mutilados que partió de Honduras, hasta que llegaron a Ciudad de Guatemala. Ya no eran 20, sino 15. “No aguantaron el camino, mejor se regresaron de tanta incomodidad que pasamos”, dijo un José Luis cansado.
Por primera vez dieron una conferencia de prensa y dijeron que iban a México para hablar con el presidente Enrique Peña Nieto y exigirle respeto a la vida de los migrantes sin documentos legales y el alto a las persecuciones que los obligan a subirse “a la maldita bestia” arriesgándose a quedar mutilados.
El 24 de marzo cruzaron la frontera norte de Guatemala y llegaron a Tapachula, ya en suelo mexicano. La desesperación ya comenzaba a hacer presa de algunos y José Luis y Norman trataban de mantener el barco a flote, y detrás de ellos, con una labor silenciosa, estaba Benito Murillo, de 43 años.
El noble, el tierno, el que daba serenidad al grupo, el que no tiene una pierna ni un brazo.
“El es el fiscal de la asociación. Es bien tranquilo, muy razonable, es bien especial. Es bien luchador, por eso lo admiramos, a pesar de que le falta una pierna y el brazo”, dijo José Luis.
Benito era panadero y tenía tres hijos suyos más otro “de crianza” cuando le dijo a su esposa: “Mirá, voy a migrar porque no tengo nada, voy a migrar porque tengo la fe de hacer mi casa para que vivamos mejor”.
Ese hombre rechoncho, que entonces era delgado, se enfiló a vivir en carne propia el horror y la oscuridad. Después de dos días de viaje desde su casa llegó a Tapachula acompañado de amigos que hizo en el viaje. Ahí subió a “la bestia”.
“Me subí sin problemas y ahí iba en el tren, ahí iba. Cuando eran la una de la mañana llevaba sueño, iba un poco cansado. Íbamos llegando a Tonalá, donde está la migración. Yo me había bajado a llenar un bote de agua. Iba corriendo el tren pero iba despacito y con la misma me volví a subir pero me había llenado los zapatos de lodo”.
Por la madrugada, ya en el tren, alcanzó a mirar las luces del siguiente poblado y tuvo una esperanza.
“En un abrir y cerrar de ojos se me deslizaron los dos pies de donde iba parado, en medio de los vagones. No me pude sostener y entonces me caí abajo del tren. Cuando yo caigo, abro los ojos. Miraba y pasaba un vagón, miraba y venía otro. Yo no sentía nada, solo sabía que me caí y que ahí estaba. Luego miro de una llanta a la otra, miro el gran espacio…”
Benito tiene recuerdos difusos de cómo salió debajo del tren y sobrevivió. Supone que alguien lo ayudó a salir pero no sabe quién. Recuerda que quedó rodeado de maleza cerca de una laguna.
“¿Cómo me voy a quedar aquí, me van a comer los animales?”, pensó Benito antes de hacer el intento de pararse y caer en el mismo movimiento porque le faltaba una pierna. Luego vio que también tenía “molido” un brazo.
Gritos, llanto, angustia, soledad absoluta y al final, aceptó que su vida iba a terminar.
“Ya no estaba lloviendo. Eran las tres y media de la mañana y dije bueno, de todos modos me voy a morir. Otra máquina que pase me va a destripar, puse la cabeza encima del riel para que me termine de matar. A la media hora estaba dormido. Sentí así como que me movía algo. Escuché unas voces que decían `sí está vivo todavía´…”
Hospitales, amputaciones, curaciones, traslados y finalmente la llegada de Benito a las oficinas de Migración en Tapachula. Lo peor no había pasado porque faltaba el regreso a casa y el careo con su familia en su nueva condición.
“Mi regreso fue bien triste porque venía a lo mismo, venía diferente ya. Ya no traía mi pierna ni mi brazo. Recibí un tratamiento psicológico. A mi me daba pena salir a la calle, ahora no me da pena porque ya superé ese problema que tenía”.
Benito se separó de su mujer, engordó y puso una “chiclera” en el trajinado centro de Progreso. Disfruta dos cosas: “los buenos momentos” de las reuniones de Amiredis y cuando hay ferias del empleo en San Pedro Sula, a donde va, sin falta desde hace años, a ver si hay algún trabajo que se ajuste a su estado físico.
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El 26 de marzo la marcha de los mutilados buscó el apoyo de su consulado en Tapachula. Querían una estancia digna y apoyo para tramitar visas humanitarias que les permitieran el libre tránsito por el país.
Pero les fue tan mal como cuando se tiraron al suelo frente a la casa de su presidente, en Tegucigalpa. Como aquella ocasión, su gobierno de nuevo los abandonó.
Pasaron una semana a la espera de que el INM les diera su visa humanitaria para tomar tranquilos un autobús rumbo a la ciudad de México. Con la promesa del trámite salieron a pedir dinero a la calle hasta que la desesperación les ganó y siguieron su camino hacia Arriaga, pese a que activistas de México y Honduras les advirtieron que sería imposible ver al presidente mexicano.
José Alfredo Correa Santos es un carnicero a quién sus amigos apodan “El Chapo” por su parecido con el narcotraficante mexicano. Desde que quedó mutilado por el tren se dedica a reparar celulares, aunque su objetivo es ser pastor evangélico. Del grupo, es quien mejor viste y por su apariencia de “no necesitar nada” le encargaron el dinero de la asociación.
Con las arcas vacías, el grupo salió hacia Arriaga y detrás de ellos, con unas horas de retraso, personal del INM que trataba de alcanzarlos para darles sus visas humanitarias. No es que el gobierno mexicano las hubiera entregado de buena voluntad, sino que los mutilados amenazaron ante los medios de comunicación con subirse a los trenes de carga para lograr su cometido.
El gobierno de México evitó así que se publicaran las imágenes de unos migrantes mutilados, de nuevo arriba del tren, tras negarles el permiso para transitar con libertad.
Ya en Arriaga el panorama comenzó a cambiar. La atención de los medios de comunicación estaba volcada sobre ellos y tenían sus permisos para viajar en México sin temor a ser detenidos.
Radio Progreso dio la noticia en el terruño de los migrantes aventureros: el contingente de Amiredis llegó a la ciudad de México y fue recibido por legisladores, activistas y periodistas nacionales e internacionales. Las palabras de Norman, José Luis, Benito y los demás fueron escuchadas en un foro sobre migración en el Senado de la República.
Ahí conocieron la máquina de promesas que opera en la clase política de México cuando les dijeron que les conseguirían una cita con el presidente. Esa cita nunca llegó, por lo tanto, Amiredis consideró que el objetivo principal de su caravana no se cumplió.
En un comunicado, los hondureños informaron, sin embargo, que algo lograron.
“A partir de hoy 16 de abril, cualquier migrante retornado con discapacidad tendrá acceso a una visa por razones humanitarias y a establecerse en México junto con su familia”, según les dijeron los legisladores en una de las tantas promesas que les gusta hacer.
La marcha de los mutilados volvió a Honduras en un cómodo viaje pagado por las autoridades migratorias mexicanas.
“Para regresar sí nos ayudaron mucho”, dijo José Luis, como siempre, medio burlón de sí mismo y luego hizo una breve valoración del viaje:
“No nos van a crecer las partes que perdimos, pero dejamos una semilla”.
Así fue. La marcha de los mutilados surcó un camino para quienes vienen detrás.
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la siguiente frase: “Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx”