Migración, abusos a derechos humanos, esclavitud sexual… un escenario conocido en la frontera de México y Guatemala mostró su rostro a la Misión Internacional de Observación de Derechos Humanos, que recorrió la región del 11 al 16 de noviembre. En su recorrido, los observadores encontraron más: el desplazamiento humano derivado de los proyectos extractivos, y la esperanza de los pueblos en resistencia
SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS, CHIAPAS.- Durante seis días recorrieron dos de las rutas más peligrosas que usan los migrantes centroamericanos y de otras naciones para entrar a México por su frontera sur. Desde Ciudad de Guatemala a San Cristóbal de las Casas. Más de 600 kilómetros de distancia, en una vía doble: por la selva y por la costa. Y en cada parada, una historia repetida: la de las violaciones graves a los derechos humanos.
En la región compartida entre México y Guatemala existen temas comunes de agresiones de género, amenazas de grandes proyectos extractivos y de explotación de recursos naturales, migración –causada en parte por este problema- y, sobre todo, una profunda esperanza de los pueblos que defienden su territorio.
Los activistas del grupo, representantes de once organizaciones civiles que formaron unaMisión Internacional de Observación de Derechos Humanos, documentaron la estrategia del Estado guatemalteco para apoderarse de grandes extensiones de territorio, casi siempre con un fuerte potencial de recursos naturales:
Primero, despliegan operaciones policíacas y militares en las zonas de su interés para ofrecer un cerco de protección a las grandes empresas. En este punto es común que se emprendan campañas contra los opositores, especialmente organizaciones locales.
Después, las empresas realizan misiones de reconocimiento de campo, un paso necesario para conocer las necesidades locales que se atienden con programas asistencialistas.
El resultado es la división de las comunidades que prefieren evadir consultas sobre el destino de sus territorios.
Lo que sigue es la migración de los vecinos a lo que se conoce como “ciudades intermedias”, que son nuevos asentamientos urbanos con servicios que no existen en los pueblos de origen. Así, las tierras que se van a explotar quedan disponibles, listas para la minería, explotación de selvas y bosques. O, lo más nuevo, los monocultivos depredadores como la palma de aceite.
Es un modelo que se aplica en ambos lados de la frontera. ¿Dónde empezó? Da igual. El resultado es el mismo: Cientos de personas de distintos orígenes y pueblos se lo contaron a la Misión que es, por cierto, la primera en su tipo que se realiza en el territorio común del sur.
“Hay una estrategia nacional de seguridad que criminaliza y estigmatiza los movimientos sociales como enemigo interno de un sistema hegemónico económico y político basado en los despojos y la corrupción”, afirma Enrique Vidal Olascoaga, representante de Voces Mesoamericanas, una de las organizaciones que coordina la Misión.
La mezcla de intereses de empresas, crimen organizado y protección de autoridades es la constante en este largo viaje.
En sus conclusiones, la Misión advierte que la estrategia de dividir y desplazar comunidades va más allá del despojo territorial. En el fondo, estas acciones agravan la violencia de género, normalizan la exclusión de las mujeres en su participación política y comunitaria y las confinan a su antigua tradición patriarcal; también terminan con prácticas médicas ancestrales, vinculadas históricamente a las mujeres, como el cuidado durante el embarazo que proveen parteras y comadronas.
Los observadores también supieron de los abusos cotidianos a mujeres migrantes en algunos de los pueblos que forman parte de la ruta de personas en su camino a Estados Unidos. Es un problema tan frecuente que para las comunidades se ha convertido en algo normal, sin darse cuenta de la gravedad social que significa. Sin embargo, en las últimas fechas ha emergido un nuevo grupo: personas de la comunidad LGBTI que huyen de sus países por la violencia contra su preferencia sexual y que son amenazados por pandillas como la Mara, policías locales o grupos de extrema derecha en el poder, como sucede en Honduras.
“Hace unos años no era normal encontrar migrantes parte de la población LGBTI que nos dicen que han huido porque estaban siendo amenazados o porque habían sido víctimas de violencia debido a su orientación sexual; ahora es cada vez más normal”, explica Carolina Jiménez Sandoval, directora adjunta de investigación de Amnistía Internacional para las Américas.
La ruta que recorrió la Misión es una de las principales regiones de origen de esclavas sexuales y laborales para Norteamérica. Una travesía donde unas mil 600 personas que representaron a 70 organizaciones de varios países rindieron su testimonio, esperanzadas en que su voz trascienda las fronteras del silencio e impunidad y lleguen a donde alguien las escuche.
La esperanza no es gratuita. En la caravana de activistas viajaron la eurodiputada, Marina Albiol; investigadores del Instituto Hemisférico de la Universidad de Nueva York como Diana Taylor y Marcial Godoy; Joy Olson, la directora de la Oficina de Asuntos Latinoamericanos en Washington (WOLA, por sus siglas en inglés), y Carolina Jiménez, de AI. ¿Servirá de algo su testimonio? Los pueblos Mam, Quiché, Q’anjobal, Kakchiquel, Tzeltal, Tzoztsil y Tojolabal, que recibieron y alimentaron a los misioneros, creen, esperan que sí.
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