Además de la angustia de no saber el paradero de su ser querido, las familias que buscan están expuestas a ser víctimas de extorsiones. Esta es la historia de tres hermanos que buscan al que le falta mientras trabajan para pagar las deudas de esa búsqueda.
Por Concepción Peralta Silverio
José Wilson o la extorsión sin fin
—Mijo es un hombre grande, alto, bueno para el trabajo. A la mejor por eso lo agarraron— dice María Carmelina Beletanga, de 54 años de edad, con voz triste y resignada.
Su hijo José Wilson no aparece desde hace más de tres años, pero para ella no está desaparecido, está perdido, en Reynosa, en Tamaulipas, en México.
Trabajaba en el negocio de las verduras con su madre, en el mercado de abastos más grande de la ciudad, donde se vive otro tipo de pobreza y problemas sociales: discriminación, trata, violencia, mendicidad, piratería, alcoholismo, narcomenudeo o microtráfico, como le dicen en Ecuador.
—Mi muchacho estaba grandote. A la mejor lo tienen trabajando –insiste.
Carmelina tiene razón en temer ese destino. Constantemente, el gobierno mexicano presume rescates de migrantes mexicanos en supuestas casas de seguridad en Tamaulipas. En 2012, el Instituto Nacional de Migración (INM) devolvió a 483 ecuatorianos, entre los que no estaba José.
Los cuatro hijos de Carmelina migraron a Estados Unidos. José Wilson fue el último en irse de Ecuador, tenía 22 años y se había graduado como mecánico industrial, sin embargo, el nacimiento de su hijo lo hizo decidirse: “Me voy para hacer algo para mi hogar. Apoye madre”.
A diferencia de Centroamérica, donde una buena parte de los migrantes que pasan por México lo hace a bordo de “la Bestia”, la migración desde Ecuador –5 mil kilómetros hasta Estados Unidos— se hace siempre con dinero. Carmelina pidió prestados a otro de sus hijos 9 mil dólares y recurrió al “pasador” de confianza.
El 1 de julio de 2012 José Wilson se fue por la ruta de Guayaquil. Iba a alcanzar a sus hermanos a Queens, Nueva York. Años atrás muchos ecuatorianos se embarcaban en este puerto, navegaban con el riesgo de ser secuestrados por las FARC en altamar, y en Centroamérica los interceptaban lanchas rápidas que pronto los dejaban en costas mexicanas. Un viaje mucho más barato que terminó cuando México y Centroamérica endurecieron su seguridad. Hoy ese viaje se hace en avión hasta Guatemala.
El 22 de julio José llamó a su hermano Luis a Queens. Ya estaba en México, en una casa de Reynosa. Estaba bien. Pidió que su madre depositara 4 mil dólares más para que ya lo sacaran.
—Y desde ese día no sé nada de él—prosigue Carmelina, sentada en su casa, a la sombra, frente a su solar, acompañada de pollos, gallinas y sus tres perros echados en la hierba.
Seis meses después de “perderse” José un hombre le llamó a su celular: “Su hijo está bien. Está trabajando en una montaña, no puede escaparse”. Wilson habría escrito este mensaje en un papel y se lo dio a una mujer. Ésta a su vez se lo pasó al hombre que hablaba de México, que por seguridad no daba su nombre. En el teléfono de Carmelina sólo apareció un código: 88. Remarcaron y remarcaron pero nunca nadie contestó.
La familia puso una denuncia en la Fiscalía de Cañar en contra del “pasador” y su esposa, Joselito Rolando San Martín Quezada y Sandra Catalina Vaculima. Ella llevaba y traía recados y cobraba los adelantos. Nunca llamaron a Carmelina a declarar, por el contrario, cuando fue a ver qué razón le tenían de su hijo descubrió que la fotografía del pasador había desaparecido del expediente. Unas manos corruptas la desaparecieron.
—Su abogado nos dijo que Joselito ya no está en Ecuador, que se fue a Estados Unidos.
Tras las pistas del hermano
Luis, Rosa y Blanca están sentados en una estrecha habitación de paredes rojas en Queen, Nueva York. Va Skype relatan cómo han sido burlados y extorsionados durante la búsqueda de su hermano.
Habían escuchado que la ruta de Tamaulipas era peligrosa pero no desconfiaron porque Rosa pasó por ahí en 2008, por Nuevo Laredo, con el mismo “coyote”. —Entonces no hubo ningún problema, ni se escuchaba eso de los secuestros, ni grupos criminales—dice Rosa, que entonces tenía 20 años.
El “coyote” les dijo que José cayó preso en una cárcel de Houston, Texas, y en tres meses saldría. Por eso no lo buscaron inmediatamente, porque confiaron en él, y por la vulnerabilidad de ser indocumentados. Pasados los tres meses el “coyote” dejó de contestar las llamadas. Entonces se percataron que su hermano estaba desaparecido.
Contrataron a un abogado que lo buscó en las cárceles de Houston, Texas. Pagaron para que lo buscaran en hospitales y morgues, sin resultados. En el teléfono de “Héctor”, el “pasador” mexicano que le enlazó la llamada con su hermano nadie contestó.
Comenzaron a pedir ayuda y compartir sus números telefónicos. Luis recibió una llamada de Guatemala, le pidieron 5 mil dólares a cambio de su hermano secuestrado, enviaron el dinero y Guatemala les devolvió 2 mil 500 por políticas de depósito.
En 2013 recibieron otra llamada desde Nueva York. Les dijeron que José ya estaba en la esquina, que debían pagar 2 mil dólares. Depositaron otra vez en una cuenta que resultó estar radicada en California.
Meses después conocieron a un señor que supuestamente se dedicaba a buscar gente en México. Le pagaron mil 500 dólares.
Luego les dijo que había encontrado unas fosas comunes, que tal vez su hermano estaba ahí, porque había unos datos físicos de él, pero quería 5 mil dólares más para pagar la excavación. Hasta ahí llegaron. Dijeron que no.
En enero de 2013 acudieron al Consulado de Ecuador en Nueva York a denunciar la desaparición de su hermano. Supuestamente este consulado faxearía los papeles de José al de Houston y éste a su vez al de México. Pero nada.
Ya contactaron al Centro Colibri, se unieron a 1800 Migrante, en Ecuador, y al Frente Unido de Migrantes, en Nueva York. Ahora planean unirse a la Caravana de madres Centroamericanas que llegará a Nueva York.
Endeudados, los hermanos Jaramá Beletanga trabajan en Queens, mientras Carmelina les cuida a sus cuatro hijos adolescentes en Cuenca. Debe estar atenta a su educación, alimentación, salud y escuela. Ponerles límites. Lo hará por segunda vez en su vida, como cuando crió a sus cuatro hijos. Sólo que ahora el cuerpo está lleno de achaques y el corazón desolado.