En México la tarea de auxiliar a los migrantes es casi tan difícil como el camino que recorren hacia el norte. No sólo es necesario sacrificar tiempo, familia y dinero, sino enfrentar la incomprensión de vecinos y autoridades locales. Pero no es todo: en su escenario siempre existe el riesgo de sufrir ataques de quienes ven a los migrantes como una mercancía.
Los vecinos del barrio La Pradera en Irapuato, Guanajuato se habían acostumbrado a que migrantes centroamericanos que llegaban en los trenes cargueros tocaran a sus puertas en busca de comida y agua. Pero eso cambió en junio de 2010, cuando se abrió la Casa del Migrante.
Este albergue es uno de los más recientes en el país, y como ha ocurrido con otras casas surgió por pura necesidad: los migrantes empezaron a llegar cada vez más a la ciudad, en tren, autobuses o camiones de carga y en poco tiempo empezaron a deambular por las calles.
Irapuato es, como casi todas en el centro del país, una comunidad migrante. Muchos han vivido o tienen familia en Estados Unidos, pero a pesar de ello se sorprendieron con la llegada de cientos de centroamericanos. La ciudad es encrucijada de una de las líneas del ferrocarril carguero que cruza el país. Desde Irapuato los migrantes pueden optar por seguir hacia Guadalajara, Jalisco, en la ruta del Pacífico, o hacia Torreón, Coahuila. Otro camino va a Celaya, Guanajuato, y de ahí continúa hacia San Luis Potosí que es el inicio de la peligrosa ruta de Laredo y Reynosa, Tamaulipas.
La llegada de los centroamericanos cambió los planes de Guadalupe González, colaboradora de la Casa: originalmente el albergue sería sólo para atender indigentes, a los que también recibe pues son enviados por la policía o el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) municipal.
Pero la mayoría de quienes llegan son de Centroamérica. “Hemos tenido hasta 110 en un día, y todos comen”, dice Ramiro, una de las cuatro personas que cubren los dos turnos para la operación de la casa. Es carpintero y en su tiempo libre atiende un pequeño taller. Pero la mayor parte de su tiempo lo ocupa en la casa.
Cada mes la casa recibe un promedio de 850 a 900 migrantes, aunque en junio y julio pasados la cifra bajó a un promedio de 700 personas.
“Es que en varias estaciones ya no los dejan subir al tren”, dice el carpintero. Sabe, porque los mismos migrantes lo cuentan, que en Escobedo, un pueblo cercano a Celaya, los empleados del tren recibieron la orden de impedirles subir a los vagones.
En este nuevo escenario sostener el albergue es un camino cuesta arriba. En los cuatro años que ha funcionado la vida cotidiana es de privaciones y escasez de dinero. El día que lo visitaron los periodistas la línea telefónica estaba fuera de servicio pues no hubo dinero suficiente para cubrir la tarifa mensual, ni siquiera con la ayuda de los donadores permanentes “que no nos fallan” asegura la encargada. Los gastos siempre superan los ingresos. Eso sí, lo que nunca ha faltado es comida, especialmente arroz que es el favorito de los centroamericanos, y de vez en cuando reciben donaciones de pizzas.
Pero la falta de dinero es sólo uno de los problemas para Guadalupe. Como ha ocurrido con otras casas del migrante a lo largo del país, en Irapuato los activistas han enfrentado la oposición de sus vecinos, quienes incluso exigen al presidente municipal que les obligue a cerrar o cambiar de colonia.
“Queremos que se vayan ya, ya”, gritaron en una tensa reunión convocada por el Cabildo. Y es que en La Pradera muchos creen que los migrantes son responsables de robos, inseguridad y acoso a las mujeres que caminan cerca del albergue.
Es una culpa ajena, dice Guadalupe González. “La coincidencia con la ola de violencia que comenzó en el país y el arribo de más migrantes ha sido desafortunada porque se les cree responsables”, cuenta. “Es frustrante que cualquier cosa que pase en la colonia se la achaquen inmediatamente a ellos”.
Guadalupe piensa que el encono de sus vecinos tiene que ver con el desconocimiento que hay sobre su trabajo, y sobre todo la tarea de información para el camino que se intercambia en las horas de descanso de los huéspedes.
“En Coatzacoalcos está durísima la delincuencia; los agarran en el tren y les quitan cien dólares a cada uno, cuando los traen”, se escucha. “Hace como dos meses nos llegó un grupo de Matamoros. Eran 40 y los secuestraron; les pedían a sus familiares 7 mil dólares”, completa otro.
La información sirve. Cuando salen de la Casa los migrantes se van con la certeza de que viajar a Monterrey, Nuevo León, es una ruta rápida pero peligrosa; que es más seguro irse por Guadalajara, Jalisco hasta Mexicali, Baja California en la frontera norte pero el trecho es más largo. Y que aún en esa vía llamada la Ruta del Pacífico hay puntos de cuidado, como Benjamín Hill, Sonora, la puerta de entrada al desierto de Altar y donde las extorsiones de la Policía Federal son frecuentes.
Amenazas, la estrategia
La historia del albergue de Irapuato confirma que en México ayudar a los migrantes no es fácil: hay que invertir muchas horas de trabajo, sacrificar tiempo personal y muchas veces el dinero propio. Pero cada vez con más frecuencia, también es una tarea peligrosa.
En Chiapas, Tabasco, Oaxaca, Veracruz o Coahuila los activistas y organizaciones que atienden a los ciudadanos en tránsito viven bajo amenazas permanentes, a veces de policías o funcionarios locales, casi siempre de bandas de traficantes de personas. En mayo pasado Fray Tomás González, director del albergue La 72 y dos de sus colaboradores fueron golpeados por policías federales cuando detuvieron a 300 centroamericanos que viajaban al norte. Antes había ocurrido un ataque armado al comedor de Huehuetoca, Estado de México, sin contar las amenazas e intentos de detención en contra del sacerdote Alejandro Solalinde.
No son casualidades, asegura el padre Pedro Pantoja, fundador de Belén, Posada del Migrante. Los ataques, amenazas y protestas “vecinales” contra los albergues parecen ser parte de una estrategia –no está claro de quién- para evitar la ayuda a los migrantes.
Solalinde dice que la tendencia es más evidente este año. La razón es que los migrantes centroamericanos iniciaron un proceso de empoderamiento y en los últimos meses han tomado decisiones inéditas como desafiar al Instituto Nacional de Migración (INM) y moverse en caravanas hasta la frontera con Estados Unidos.
El caso más evidente ocurrió en abril, cuando unos 1.200 centroamericanos cruzaron en grupo todo México y llegaron hasta la línea fronteriza del norte. El INM les concedió un permiso de salida, lo que permitió una estancia temporal en el país. Pero lo más importante no se hizo público, hasta ahora: varios de los caminantes de la caravana lograron cruzar a Estados Unidos e iniciaron un proceso de asilo.
“Eso motivó la reacción violenta de Estados Unidos”, afirma Solalinde. “Dijeron: tú me estás mandando migrantes centroamericanos y lo que voy a hacer es regresar a tus mexicanos por lugares que ya no son seguros como Sásabe (Sonora) y Dios que te bendiga”, dice.
El sacerdote cree que la decisión de acompañar a las caravanas es una de las razones del endurecimiento en la política del gobierno mexicano, que decidió impedir a los migrantes abordar los trenes cargueros.
Pero no hay de otra, confiesa. “Ellos no van a estar solos porque los defensores que hemos acompañado a la gente lo seguiremos haciendo. Los vamos a acompañar en las caravanas, no transportamos a nadie sino que vamos a protegerlos, a ser testigos de lo que está pasando”.
Seguir el camino a pesar de los obstáculos. Una lección para muchos albergues.
Acoso
Jorge Vázquez creía que los migrantes que deambulaban en su Celaya, Guanajuato, “eran unos tontos por salir de su país, por dejar a su familia”. Pero cambió de opinión cuando perdió todo su dinero en El Salvador.
“Recibí toda la ayuda posible, fueron muy generosos conmigo, y también vi su realidad, cómo viven, cómo el agiotismo se los acaba porque los deja pobres y endeudados de por vida. Cuando volví a Celaya decidí hacer algo para devolver ese favor”.
Así nació Manos extendidas a los necesitados, A.C., un albergue en la colonia Emiliano Zapata por donde en dos años han pasado 3.200 personas en tránsito. Es una casa con camas en habitaciones separadas por sexos, sala de televisión, cocina y dormitorio para personas lésbico gay, una de las pocas casas de migrantes en el país con este servicio.
Como todos los albergues para migrantes contar con dinero es siempre un problema. Pero en este caso el mayor desafío han sido las autoridades municipales, que han clausurado a Manos extendidas con el argumento de que no cumplen con los reglamentos. Desde hace varios meses el cabildo de Celaya emprendió una serie de acciones para verificar la operación de la casa: primero solicitó acreditar el uso correcto del suelo, después emitió recomendaciones de protección civil y enseguida canceló la condonación en el pago del servicio de agua que antes había autorizado. Vázquez recibió ayuda de estudiantes universitarios para cumplir con estos requisitos, pero aun así las acciones municipales no cesan.
Una de las razones de estos requerimientos repentinos, sospecha, podría ser el apoyo del albergue para denunciar abusos por parte de la policía municipal, e incluso les han acompañado a presentar denuncias ante la Procuraduría Estatal de los Derechos Humanos. Varias han prosperado. Por ejemplo, el 18 de junio el alcalde panista Ismael Pérez Ordaz recibió la recomendación del expediente 05/2014/C-1, originado por la queja de un migrante salvadoreño a quien los policías detuvieron durante 4 horas, acusándolo de pedir dinero en los semáforos.
El hombre estaba en proceso de ser repatriado y esperaba al Instituto Nacional de Migración en el albergue, pero entonces decidió pedir dinero en las calles cuando fue apresado. El ombudsman estatal recomendó al alcalde sancionar a los responsables.
Así iniciaron las inspecciones administrativas al albergue, y después la policía municipal canceló la vigilancia que tenía en los alrededores de la casa. Mientras, la operación del albergue pende de un hilo, pues en cualquier momento las autoridades municipales pueden ordenar su cierre definitivo.
Si eso ocurre, los centroamericanos serían más vulnerables. Celaya es una de las ciudades con más índice de delincuencia en el centro del país, y muchos de los delitos se cometen en las calles que todos los días recorren cientos de migrantes.
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la siguiente frase: “Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx”