Esta es la descripción de la vida de una mujer que le ha tocado huir de la violencia varias veces, y en esa huída encuentra la libertad en el arte, haciendo teatro, y en la organización de migrantes que trabajan en empresas avícolas: Esta es la vida de Magaly Licolli en escenas.
Texto y fotos: Kau Sirenio
ARKANSAS, EEUU.- Camina a paso lento, con el tambor en la mano, entre dos guitarristas con los que hace coro en la marcha del primero de mayo de 2018. Este cuadro es la puesta en escena que a Magaly Licolli le hubiera gustado montar en una obra de teatro después de egresar de la Universidad de Arkansas como actriz.
El día de su graduación no acudió a la ceremonia. Para ella, ese día había otras cosas más importantes qué hacer, como atender a cientos de jornaleros avícolas que a diario acuden a la clínica comunitaria para recibir atención médica o por lo menos, a que alguien les platique de sus derechos. Magaly venía haciendo esta función con los migrantes mexicanos y centroamericanos.
Antes del primero de mayo, la actriz se encargó de adaptar la letra de la canción mexicana La llorona para entonarla en la marcha: «El pueblo camina junto Arkansas, queremos ya libertad / El pueblo camina junto Arkansas, queremos ya libertad / De nuestra tierra hasta Arkansas, señores, estamos contra el poder / De nuestra tierra hasta Arkansas, señores, estamos contra el poder / Este gobierno racista, señores, nos quiere desaparecer…».
El día de la marcha, caminaron cantando por las calles de la pequeña ciudad de Springdale, al noroeste de Arkansas, donde pululan empresas transnacionales que pagan salarios miserables a jornaleros avícolas que poco a poco se van marchitando hasta quedar inutilizados.
Antes de que Magaly se dedicara al activismo con los trabajadores avícolas (que terminaban como deshechos humanos) de las polleras, como Tyson, George’s, Cargill y Walmart, se dedicaba a la pintura y al teatro. En México estudió una temporada diseño gráfico y de ahí saltó al teatro en la casa de teatro La Conchita en la ciudad de México.
Después de recorrer las escuelas de teatro y actuación, la actriz se convirtió en directora ejecutiva del Centro de Trabajadores Avícolas del Noroeste de Arkansas (NWAWJC, por sus siglas en inglés) en 2015, desde donde organiza actividades culturales y políticas para promover los derechos humanos de jornaleros migrantes de México y Centroamérica.
“Cuando egresé de la Universidad decidí no hacer teatro mientras estuviera en Arkansas, porque no tiene comunidad hispana”, dice mientras saborea unas alitas de pollo.
Luego, entre risotadas y desmanes va armando el rompecabezas de su vida desde que salió de México hace 15 años.
“Estaba por graduarme y no tenía nada, así que, a trabajar para pagar los gastos universitarios. De inicio trabajé de mesera y vendedora de ropa en una tienda. Después de ahí, trabajé en una institución sin fines de lucro que ayudaban a la comunidad migrante; la ayuda era diferente, era más de cuestiones de beneficios de seguros sociales», reconstruye.
De ese trabajo en una organización comunitaria, Magaly se mudó a una clínica comunitaria en la que su trabajo principal consiste en apoyar a jornaleros migrantes que llegaban a pedir medicamentos o atención médica. De esa relación, la actriz conoció historias desgarradoras, que bien le hubiera permitido escribir un libreto de una puesta en escena, pero no tenía tiempo para hacerlo; había urgencia humanitaria; así que optó por organizar a los trabajadores para que juntos defendieran sus derechos y demandar tratos justos en las empresas polleras.
“En esta clínica escuché a los pacientes que venían más bien a desahogarse. —¿A usted, cuánto les pagan? —les preguntaba. La respuesta era: —Pues fíjese que no sé”, coloca la primera pieza del rompecabezas que empezó a armar ese día.
Enmudece un rato y retoma la plática:
“Entonces les pedía su talón de cheque y seguían con lo mismo: —pero es que no me lo dan, y si me lo daban no venía— No sabían cuánto ganaban. Es increíble. ¿Cómo vas a trabajar si no sabes cuánto ganas? ¿Si no sabes cuánto te están pagando por hora?”.
Hace 10 años, en noroeste de Arkansas, la explotación laboral en las empresas polleras remitía a la época feudal europea, donde los trabajadores no sabían ni cuánto ganaban y tampoco se atrevían denunciarlo por el temor de ser detenidos y deportados.
A Magaly le contaban todo. Su privilegio es su lengua materna: el español. Eso le permitió vincularse con los jornaleros y se ganó la confianza de ellos.
“Ahí empecé a ver que esto está jodido. Venían pacientes a los que les robaban el salario, otros con discapacidades físicas por accidente laboral. Y me decían: —Es que me corrieron porque me accidenté y ahora no tengo trabajo— Lo peor de todo es que no tenían ninguna prestación. Jornaleros que trabajaron más de 15 años en la misma compañía. Pero los desplazaron como si fueran desecho”, revive con un nudo en la garganta.
Esa historia, contada gota a gota, llevó a Magaly Licolli a armar su guión, pero no para estrenarlo en el teatro musical Broadway de Nueva York, sino para decirle a los empresarios de las polleras que en el Noroeste de Arkansas hay cientos de trabajadores discapacitados gracias a la explotación laboral a que fueron sometidos.
“Conocer historias de estos personajes, interpretarlas y ponerme en sus zapatos, me cambió todo el universo. Porque a pesar de todo, yo soy privilegiada, fui a una universidad, hablo inglés, tengo un trabajo de escritorio con prestaciones; entonces, decido usar ese privilegio para ayudar a mi gente”.
De Guanajuato a Arkansas
Magaly llegó al Noroeste de Arkansas en 2004 después matrimoniarse con Noah, en León, Guanajuato. La felicidad que ella esperaba de ese matrimonio se convirtió en un infierno durante seis años, hasta que decidió tomar clases de inglés y matricularse en la Universidad de Arkansas.
“Conocí a un estadounidense blanco en México y me vine con él. Pero eso no es todo, la historia es más profunda. No es sólo venirme con una pareja, sino que ahora puedo articular mejor lo que es huir de esa opresión de género, no solo con él, sino que ya lo arrastraba en mi familia”, cuenta con voz entrecortada.
La activista creció en una familia conservadora de León, Guanajuato; eso la llevó a torear la vida, primero con su papá y después con su mamá; ambos la limitaban al vivir su infancia feliz, por los azotes que recibía de su padre cada vez que salía a jugar con sus amigos. “Desde niña pude identificar estas diferencias de género, al ver cómo mis papás trataban a mis hermanos y cómo me trataban a mí”, evoca con un dejo de nostalgia.
Respira profundo, como si le doliera recordar, pero se anima a seguir hablando. “Pero mis papás se ensañaron conmigo, porque fui muy hiperactiva, curiosa, preguntona; quería respuestas de porqué se hacían las cosas así y no de otra forma. Muy intuitiva, rebelde. Entonces, mi papá, en particular conmigo, se enfocó el querer controlarme”, describe.
Para que Magaly no se descarrilara en León, sus padres la inscribieron en escuela de monjas: Las misioneras franciscanas; lejos de castigar a Magaly al enviarla con las religiosas, ella encontró un espacio de libertad que le permitió definir su personalidad.
“Las monjas no eran tan estrictas; son misioneras caritativas, pero muy conservadoras. Nos educaban a ser buena mujer. A pesar de que era una escuela de monjas, me gustaba estar ahí, lo disfrute porque éramos mujeres. La verdad, yo era muy tremenda, siempre traía tema muy precoz para mi edad, por eso siempre tenía problemas con la maestra de cuarto año, que me estaba corriendo de la escuela porque preguntaba cosas de sexualidad y de cómo nacen los niños», suelta la carcajada.
La familia de Magaly en Guanajuato era de clase baja. Su papá trabaja de prensista en una imprenta, y allí conoció a su esposa, quien también era prensista. Con el tiempo dejaron ese trabajo para montar su propia empresa de impresión en León.
Magaly da un sorbo a su café y vuelve la taza a la mesa para retomar el hilo de la conversación. Ahora habla más de su entorno familiar. “Cuando empezó crecer la imprenta, mis papas se desobligaron de nosotros; prácticamente crecí en la calle, a de pesar de que mi vida estaba expuesta a más peligros. Me la pasaba en la calle con otras personas, aprendía muchas cosas al mismo tiempo”, relata.
Agrega: “Mi papá me golpeaba todos los días, como era la única de todos los hijos, así que me tocaba la golpiza. No me podía ver en la calle con mis amigos jugando… me encantaba subir a los árboles; entonces me llamaban marimacha”.
Magaly fue descubriendo los roles de género, el deber ser una mujer, qué es portarse bien. Hacerse responsable de la cocina y los quehaceres de la casa. “Me sentía en una jaula… cuando tenía nueve años quise huir de mi casa. No lo hice por el temor que me fueran a pegar como siempre lo hacen; deseaba cumplir quince años, para pelear por mi libertad”, confiesa.
Las represalias familiares no impidieron que ella escuchara rock de los 80, tatuarse o perforarse las orejas. “Mis papás creían que yo era una perdición, que mis hijos iban crecer tatuados. Decían que soy la perdida de mis hermanos. Pero en la adolescencia me interesaron las artes, así que empecé a pintar; tengo cuadros de esos tiempos cuando pintaba: eran bastantes sádicos, violentos y oscuros”, reconoce.
Magaly está convencida de que su papá le pegaba por ser mujer. “Siempre alegaba con mis papás. ¿Por qué a mis hermanos no y a mí sí? ¿Por qué se ensañan conmigo? Una vez me pegaron porque me cacharon con mi novio. Mis amigos sabían que vivía con ese miedo. Nomás veían llegar a mi papá y me escondían para que él no me viera”, no olvida.
La actriz de teatro encontró alivio en las artes, espacio que le ayudó a olvidar las frustraciones y el dolor. Pero una vez que terminó el bachillerato se fue a Guanajuato capital a estudiar diseño gráfico, carrera que sólo cursó unos meses, porque de ahí saltó al teatro.
“En el teatro encontré paz y libertad, pero mis papás querían que yo fuera diseñadora gráfica. Él (padre) decía: —Como te gusta pintar, tú vas a ser la diseñadora gráfica de la imprenta. Y muchas veces me sometieron a trabajar a la fuerza. Yo aprendí a intercalar, a pegar los libros, revistas, pero lo hacía obligada”, recuerda con amargura.
Machismo y violencias que marcan
Magaly llegó a Guanajuato para estudiar diseño gráfico, como lo soñaba su papá; sin embargo, no fue ni un día al propedéutico de la Universidad de Guanajuato, porque encontró a un grupo de jóvenes ensayando actuación. Así que dejó su mochila y se incorporó al ensayo sin invitación de nadie. El maestro encargado era Alonso Echanove.
Con el actor Echanove, la novel actriz encontró el camino de la actuación y se propuso migrar a la ciudad de México para explorar otras escuelas de teatro; ya encarrilada en la actuación trabó amistad con los actores como Damián Alcázar y Luis de Tavira ambos la animaron inscribirse en la casa de teatro La Conchita.
“Después de un año, llegué un día con mis papás, para sincerarme con ellos. Les dije que iba a viajar a la ciudad de México, no les pedí permiso ni su opinión, solamente les dije que yo me iba a estudiar teatro. Mi mama no le quedó de otra que darme la bendición”, recuerda.
Con la voz golpeada y mirada de horror coloca otra pieza en su tablero de rompecabezas. “Para mí, estar en la casa del teatro era como un retiro espiritual; tenía muchos traumas que me acorralaban todos los días. No podía olvidar cómo fui ultrajada a mis quince años”, revive.
Después de su confesión, Magaly dice que nunca había hablado de la violación que vivió en su adolescencia: “Cuando llegó al teatro, tenía enfrenté esa carga que traía de mi casa. Tenía que sacarlo. Procesarlo. Articularlo. Para darle tu cuerpo y corazón. Porque los demás quieren saber quién eres, de dónde vienes”.
La historia que fue hilvanando mientras caminaba por los pasillos de la Universidad de Arkansas, es como si tomara una cebolla y le fuera quitando cáscara por cáscara hasta llegar a l corazón de la hortaliza: “Cuando logras contar el primer paso de tu vida, no te quedas ahí, quieres seguir, pero encuentras algo más doloroso, más dolor y más dolor, porque siempre nos enseñaron a negar lo que fuimos y somos, para servir en el presente”, expone.
“Aunque odiaba a mi papá por ser machista y violento conmigo, terminaba con hombres que eran similares a él; y a mí me dolió muchísimo el decir por qué sigo atrayendo a ese tipo de hombres a mi vida, porque inconscientemente yo había internalizado que si te quieren te van a pegar, o a controlar, entonces si te maltratan o te preguntan, si te celan es porque les interesas, te quieren. Y es que así era mi papá”, enfurece.
En la casa de teatro La Conchita, Magaly se revolucionó por completo. De ahí aprendió que tenía que regresar a León cada 15 días, porque esos fueron las condiciones que debía cumplir para lograr cierta libertad.
“Tenía el yugo material y económico, aunque no me daban todo; pero no me soltaban tampoco. Para contrólame, mi mamá rentó una casa de un señor que ella conocía. La casa era abandonada, con el techo cayéndose. Era una casa de tejas, el baño estaba afuera y me tenía que bañar a cubetazos”, detalla.
Magaly ríe de esa anécdota. “A pesar de todo, no tuvieron éxito en su intento por doblegarme. Me da risa porque mi mamá quería castigarme con esas cosas, para que yo regresara a casa. A veces pienso que ella creía así me haría renunciar a mis sueños y a que regresara a casa con ellos. Pero, sorpresa. Les falló. No regresé con ellos; al contrario, estoy más lejos ahora”, se congratula.
Mientras vivía en la casa vieja, la activista sobrevivía comiendo sopa instantánea y quesadillas que cocinaban en una sandwichera. Con toda la precariedad de la vivienda, tenía algo en la vida por lo cual había luchado durante muchos años: la libertad.
La huída a EEUU
La tarde está por caer. La actriz suelta el libro La casa de Bernarda Alba y La zapatera prodigiosa, de Federico García Lorca, que estaba leyendo. Toma una ducha, se arregla con toda la calma del día y sale a las calles de la ciudad de México a tomar unas cervezas. Después de recorrer varias cuadras se interna en un bar. Ahí conoce a Noah, con quien meses después se casa.
“Conozco a esta persona, era un blanco estadounidense, vivía en Arkansas. Él estaba estudiando español en el extranjero. Ese día nos vimos en un bar, se interesó en mí, pero no me gustaba la verdad, tampoco me encantaba, si no fue coincidencia de la vida que nos puso juntos. Sin embargo, fue muy persistente, me convenció de ser su novia, nos casamos y me vine a Arkansas”, pone otra pieza del rompecabezas de su vida.
Para librarse de problemas familiares, Magaly encontró un pretexto para salir del país hace quince años. “Era la oportunidad de salir de mi país… claro, no buscaba el sueño gabacho. Si él hubiera sido de Colombia, Venezuela, Europa, igual me hubiera ido con él”, puntualiza.
La primera barrera que encontró en Noroeste de Arkansas fue la discriminación y racismo de la región y más porque es un pueblo de blancos, y no dominaba el inglés. En ese entonces, en estas ciudades era más complicado encontrar a latinos.
Además, Magaly se enfrentó a otro problema: allí no podía hacer teatro, porque no había actividades culturales que la identificara con México. Eso la llevó a una depresión de la que se recuperó años después. Este choque cultural, su expareja la aprovechó para dominarla.
“Cuando él supo que una de mis debilidades era el temor que le tenía a mi papá, ésa fue su arma. Me manipulaba. Después se alió con mi papá para controlarme. En una ocasión que golpeó… llamó a México para decirle a mi papá que yo estaba enloquecida y él no sabía qué hacer conmigo. Mi papá siempre le decía que yo estaba loca, y le dijo que sólo con golpes entendía. Así consiguió torturarme cada vez que podía”, habla pausada mientras sueltas unas lágrimas.
La violencia que la actriz vivía nadie la sabía, porque en Springdale no hay centro de atención a víctimas. Las líneas telefónicas disponibles para denuncias de emergencias eran en inglés, así que buscó un mecanismo para defenderse por sí sola, porque Noah tenía permiso de los papás para golpearla. Eso duró seis años.
“Él empezó a abusar de mí físicamente, psicológicamente; todo se volvió una situación desastrosa. Tenía que buscar cómo salir de esa jaula, así que empecé a estudiar inglés; además, el idioma me iba ayudar entrar a la universidad. Ahí empecé hacer amigos y salir por mi propia cuenta. A él no le importaba dónde iba, si regresaba a dormir, a veces viajaba con mis amigos a otros estados a bailar”, respira.
Como universitaria, Magaly y otros compañeros ahorraron para un departamento; además, consiguió un préstamo en la universidad para continuar con sus estudios de actuación. Por fin era libre y podía viajar a México.
“Cuando lo dejé (a Noah), viajé a México, en enero del 2010, para distraerme de lo que estaba viviendo porque mis papás me pagaron el viaje. Pero él va a México a suplicarme que no lo deje. Recuerdo que esa vez, mi mamá llorando le pidió perdón por haberle dado a una hija rebelde. Eso jamás se me va a olvidar”, recrea.
El teatro: la libertad
Nueve años después de que se estableció en el Noroeste de Arkansas, Magaly se recibió como actriz de teatro, pero su acento de inglés la orilló de nuevo a no realizar su sueño, porque el teatro que se hace en esta región es más de blancos, y ella como única migrante se le complicó crear arte en un contexto cultural que no era de ella.
“La experiencia que tengo con el teatro en México es opuesta a lo que se ofrece acá. Fue muy dolorosa para mí, porque era muy importante liberarme como mujer. Así que el día que me gradué, en el 2013, decidí no hacer teatro. Quería ir a Los Ángeles o regresar a México, pero hacerlo era complicado, porque arrastraba una deuda que pagar; además, el yugo familiar me aterraba”, admite
Anarquista sindicalista
En la clínica comunitaria, Magaly conoció más historias de los jornaleros migrantes, y encontró muchas irregularidades. Desde el trabajador que no tiene Medicaid (seguro médico). Por ser de bajos ingresos no podían obtenerlo, por la política inmigrantes y racista.
“En la clínica conocí a Fernando. Él tenía la misma posición que yo, así que entre los dos empezamos a organizar a los trabajadores. Los acuerdos los tomábamos los miércoles cuando íbamos a comer alitas y tomar unas cervezas. Ahí intercambiábamos historias que recogíamos con los jornaleros. Le decía a Fernando que debíamos hacer algo, y era que los inmigrantes iban a un corredor de la muerte”, cuenta mientras cruzas las piernas.
Delgada, de 1.60 de estatura, Magaly describe cómo se integró a un sindicato anarquista: “Fernando asistía a las reuniones del sindicato, se llama Industrial Workers All The World (Trabajadores industriales del mundo). Es un sindicato anarquista. Fernando se formó ahí; él me daba información de lo que hacía. Me gustó mucho la filosofía del sindicato, sus valores. La herida de uno es de todos; era una manera de organizar”.
El problema no es inscribirse al sindicato, todo eso fue sencillo; más bien, la barrera que tenía es por cuestiones culturales e idioma. “El sindicato, históricamente era de blancos, por lo tanto, su material didáctico estaba en inglés. Así que entre Fernando y yo hicimos traducción de los textos, para que los trabajadores latinos pudieran leerlos. Después creamos el comité de español; yo me involucraba para escribir periódicos. Pero la capacidad que teníamos para hacer el trabajo era casi nula, porque no teníamos mucho tiempo y tampoco el conocimiento suficiente para hacer ese trabajo”, desglosa.
Con el comité de español que impulsaron en el interior del sindicato, Fernando y Magaly empezaron a reclutar a trabajadores, porque tenían que completar un grupo de diez personas para establecer la delegación sindical en el Noroeste de Arkansas. El proceso culminó en 2014. Para eso, la actriz pasó a ser la delegada y a la vez reclutadora de los jornaleros.
Un año después se abre la convocatoria para una posición como directora en el Centro Trabajadores Avícolas del Noroeste de Arkansas (NWAWJC, por su sigla en inglés). Así que Magaly deja definitivamente el teatro y se adentra al mundo de la administració
“Cuando me contratan me advierten que el centro está en crisis económica… empecé a trabajar en diciembre del 2015… me dijeron que el centro tenía vida hasta abril del 2016; además, en enero había acciones directas contra Tyson. Entré en medio de un huracán, y después del huracán, la devastación de este, me aventé ese trabajo”, sonríe.
Del sindicato anarquista a organizadora de trabajadores, la pintora se encontró con el abuso patronal y el rechazo de compañeros que habían aspirados a ese cargo. Eso le trajo conflicto interno en el NWAWJC. “El sexismo es muy fuerte. En vez de apoyarme, pusieron muchos obstáculos para verme caer. Fue una batalla en la que muchos se rindieron, no pudieron. Muchos de la mesa directiva se fueron. Era más cuestión de poder, y mi visión era totalmente diferente y yo era una amenaza para ellos”, pone el dedo en la llaga.