Desde 2004 unos cinco millones de migrantes indocumentados han cruzado la frontera de México y Estados Unidos, pero después de escapar de la muerte y superar otros riesgos, aún están lejos de alcanzar la meta que se fijaron al abandonar su tierra.
A 20 minutos al norte de la frontera entre Mexicali, Baja California, y Calexico, California, hay un pueblo de 6 mil habitantes llamado Holtville. Ahí hay un cementerio bautizado como Terrace Park donde se ven las tumbas blancas, relucientes, de los familiares de quienes habitan el pueblo, rodeadas de césped verde con los nombres y apellidos de los descansan ahí. Algunas tienen encima unas flores frescas, otras un regalito.
Caminando entre las filas de los sepulcros, y pasando una línea de árboles, se llega a un área que recuerda que estamos en medio del desierto. El aire va cargado de un polvo que se pega a la lengua y a la ropa. Ese terreno agreste en tiempo de secas, lodoso cuando llueve, alberga los cuerpos de migrantes indocumentados que murieron sin que se supiera quiénes eran. Filas de ladrillos descoloridos, algunos con la leyenda “Joe Doe” para los hombres, “Jane Doe” para las mujeres, indican que ahí yace alguien cuyo nombre e historia no se conocen. Hombres, mujeres, quizá algunos niños, que cruzaron por el desierto de Mexicali, una sucesión de montañas rocosas y escarpadas que arden de día y se congelan de noche, con la ilusión de que ahí adelantito ya estaría su destino. Los cuerpos se quedan ahí, reduciéndose a huesos, hasta que alguien los encuentra y los trae a Holtville.
La primera vez que llegué a este cementerio de nadie, había llovido, así que los pies se hundían en la tierra húmeda mientras empezaba a calar el frío desconsolador del atardecer en el desierto. Un grupo de hombres y mujeres, integrantes de la organización Ángeles de la Frontera recorría las filas de losas rectangulares. Algunos intentaban en vano quitarles el polvo con las manos; otros clavaban la vista en la tierra y musitaban intentando decir algo al ser inasible de allá abajo —o tal vez al de allá arriba.
—Vinieron a trabajar en este campo, no a ser enterrados en él —rompió el silencio Enrique Morones, quien encabezaba el grupo, meneando la cabeza—. Morones y Ángeles de la Frontera son conocidos en esta región porque en verano instalan galones de agua en puntos estratégicos del desierto para que quienes cruzan, con suerte, encuentren un poco de agua casi hirviendo bajo el sol.
Al menos una vez al mes, Ángeles de la Frontera visita este sitio para evitar que, ante el olvido, su huella termine por desaparecer. Quienes viajan desde San Diego colocan cruces de madera pintadas de blanco con la leyenda “no olvidado” junto a los ladrillos de los migrantes desconocidos. Siempre que van hay tumbas nuevas. Enrique me cuenta que en 2002, cuando el cementerio empezó a recibir los restos de los migrantes no identificados, había 20 tumbas. Hoy hay 650.
A pesar de lo desgarrador que resulta saber que en un camposanto aumenta el número de nadies, las cifras indican que la probabilidad de morir ingresando aEstados Unidos es muy baja. Se estima que en la última década han entrado al país alrededor de 5 millones de inmigrantes indocumentados; de acuerdo con las estadísticas de detenciones, 97 por ciento de los ingresos se realizan por la frontera sur. Durante el mismo periodo, el número de muertes registradas en el intento de cruzar oscila entre 5 y 6 mil; Ángeles de la Frontera, asegura que podrían ser hasta 10 mil.
Diez mil entre 5 millones: 0.2 por ciento de probabilidad de morir en la línea es una estadística que no asusta a nadie. El riesgo de muerte, todos lo saben, es el que se corre en el camino para llegar hasta esa línea. Una vez que se cruza, el reto es empezar a vivir.
Erick Midence da pasitos cortos de un lado a otro. No lo llevan a ningún lado, pero no deja de moverse. De peinado impecable, cejas pobladas y bigote cuidado que cae un poco hacia los lados, tiene una mirada afilada, aguda, que no combina con su sonrisa de amigo. Aunque esta mañana la sonrisa es forzada: hace dos horas que espera para entrar a uno de los salones de la corte de inmigración de Los Ángeles. Ahí se decidirá el destino de Rosario y José.
De 14 y 15 años de edad, Rosario y José llegaron indocumentados de Honduras hace un año. Es junio de 2014, así que los chicos bien podrían ser parte de la estadística de moda: unos días antes el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, reconoció lo que calificó como una “crisis humanitaria” debido al incremento dramático del número de niños detenidos en la frontera al intentar entrar al país sin documentos.
Sin embargo Rosario y José no llegaron con una oleada sorpresiva; forman parte de una generación de jóvenes que desde hace años salen de El Salvador. Unos vienen con la esperanza de conseguir un empleo; otros, porque saben que si se quedan en su tierra acabarán muertos o siendo parte de una pandilla. Pero la mayor parte viene porque uno de sus padres se encuentra acá.
Aunque la migración a Estados Unidos siempre ha existido, una de las razones para que los menores realicen el viaje tiene su origen en el reforzamiento de las medidas de seguridad fronteriza establecidas tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. El endurecimiento de la vigilancia y las leyes aplicadas ainmigrantes indocumentados intentando entrar al país, contribuyeron a romper la circularidad que caracterizaba a la migración mexicana y centroamericana. Los padres que trabajaban de este lado de la frontera solían regresar a su tierra cada cierto tiempo para ver a los hijos; sabían que a la vuelta tendrían que volver a ingresar de manera ilegal y estaban preparados para ello. El asunto es que las opciones para el reingreso se redujeron.
Así, los padres empezaron a traer, o a mandar por sus hijos, como alternativa para la reunificación familiar. En el caso de Rosario y José, la decisión se tomó en familia. María Vilma, la madre, llegó a California hace siete años. Dejó a sus cinco hijos en Sensuntepeque, El Salvador, a cargo de su madre, la abuela de los niños. Rosario y José son los mayores. Cuando empezaron a dejar atrás la infancia, las maras les cayeron encima. A la abuela le pidieron dinero para no volverlos a molestar. María Vilma, muerta de angustia, envió la cantidad que le pedían a su madre y pagaron la extorsión. Eso alcanzó para comprar año y medio de paz, pero unos meses más tarde la amenaza regresó. María Vilma se dio cuenta de que tenía que sacar a sus hijos de ahí. Preguntando entre sus contactos le recomendaron a alguien que se los podía traer.
—No era un coyote —dice convencida—. Era un amigo de la familia que aseguró que los niños iban a venir bien, seguros y cómodos. Me dijeron así: que era más caro, pero que con él era seguro.
Estamos sentadas en la sala de espera del edificio que alberga a las cortes de inmigración, una de las decenas de construcciones de pisos de mármol y muros helados que albergan oficinas del gobierno federal o estatal en el centro de Los Ángeles. María Vilma —de baja estatura, ya la rebasaron los hijos; cabello obscuro recogido y ojos vivaces que no reflejan sus 33 años de edad— habla sin resentimiento, como si fuera cosa de todos los días pagar 18 mil dólares para traer a sus muchachos pasando calor y hambre, caminando primero, metidos en el maletero de un camión después, para que al final los agarraran.
Cuando Rosario y José se reunieron con su madre, les entregaron un documento que indicaba que se les iniciaría un proceso de deportación. Les dieron una cita para presentarse ante el juez de inmigración, y les sugirieron que consiguieran un abogado. Pero María Vilma, con su trabajo en la pisca del apio, ¿de dónde iba a tener para el abogado, si con trabajos sacó lo del viaje? Entonces llamó a Erick Midence.
Todas las personas que me han hablado sobre Erick Midence se refieren a él como “don”. Don Erick, me dijeron, es este hombre que dirige la organización Hondureños Unidos de Oxnard, una ciudad en la zona agrícola del sur de California, cuya población está formada principalmente por quienes se dedican a la producción, el cultivo y la recolección. Las manos que trabajan en esta zona son manos migrantes.
Hay 3 millones de campesinos en Estados Unidos, de ellos, siete de cada diez nacieron en México o Centroamérica, aunque organizaciones locales estiman que en algunas áreas, como California o Florida, podrían ser nueve de cada diez. Del total de trabajadores agrícolas en el país, más de la mitad son indocumentados.
Es en lugares como Oxnard, más que en las grandes ciudades como Los Ángeles, Chicago o Nueva York, donde los migrantes son más vulnerables: la falta de información sobre sus derechos y los escasos recursos para defenderlos hacen que fácilmente se vuelvan víctimas de abusos o fraudes. Por esta razón, Midence decidió llevar una organización de hondureños hacia allá, y terminó brindando apoyo a todo tipo de migrantes, en especial a los que son de origen centroamericano.
Cuando a María Vilma le recomendaron buscar a Don Erick, su esperanza era conseguir un abogado que la acompañara a la corte sin cobrar. Midence no lo es, ni su organización cuenta con recursos para pagarle a uno. Lo que sí saben es cómo opera el sistema de inmigración. El activista se ofreció a ir con María Vilma para explicar a juez que la madre no ha podido contratar a un abogado y pedir una prórroga. Lo consiguieron: el juez les dio una nueva audiencia hasta diciembre.
Cualquiera que viera a este hombre ayudando a otros, pensaría que su propia situación migratoria ya está resuelta. No es así. Midence llegó a Estados Unidos hace 18 años proveniente de Honduras, pero no tiene residencia ni ciudadanía. Al igual que otros 65 mil hondureños en Estados Unidos, lo único que tiene es un Estatus de Protección Temporal, conocido como TPS, una medida instaurada por el gobierno estadounidense en 1990 que da a ciertos inmigrantes indocumentados una salvaguarda temporal contra la deportación y la oportunidad de permanecer por cierto tiempo en el país de manera legal, pero sin que esto represente una posibilidad de obtener una residencia permanente o una ciudadanía. El TPS se otorga bajo ciertas condiciones de emergencia, como desastres naturales o conflictos bélicos.
En el caso de Honduras, la protección se dio a aquellos hondureños indocumentados que se encontraban en Estados Unidos en 1998, cuando el huracán Mitch azotó el territorio de su país. Tres años después, los migrantes salvadoreños también recibieron un TPS tras los terremotos que golpearon a este país en 2001. Actualmente hay 200 mil acogidos a este programa. Aunque en teoría la aplicación del estatus de protección obedece a una consideración de carácter práctico para el individuo, su aprobación también depende del cabildeo que realizan los gobiernos de los países afectados con las autoridades estadounidenses. Guatemala, por ejemplo, ha intentado obtener un TPS para sus ciudadanos, sin éxito.
Los estatutos del TPS establecen la protección al beneficiario por un periodo de 18 meses, tras el cual éste regresa a su situación de indocumentado y le es iniciado un proceso de deportación. En el caso de Honduras como de El Salvador, ambos gobiernos han negociado renovaciones cada año y medio; por 16 años para los hondureños y 13 para los salvadoreños, el TPS ha sido extendido.
Aunque pareciera que todos ganan —los beneficiarios pueden continuar viviendo en Estados Unidos; los gobiernos centroamericanos siguen recibiendo el flujo de remesas y evitan el compromiso de recibir y reinsertar a sus paisanos de vuelta en sus países—, esta medida ha creado una generación que vive en la zozobra, la incertidumbre, y sin derechos plenos. Los beneficiarios del TPS cuentan con un número de seguro social y un permiso de trabajo que les permite cumplir con ciertas obligaciones como el pago de impuestos, pero no les da derecho a beneficios federales como un fondo de retiro, ni a beneficios migratorios como traer a sus familiares que viven fuera de Estados Unidos. Esto ayuda a explicar por qué los hijos, al cumplir cierta edad, alcanzan a los padres sin documentos migratorios.
Un día, mientras participaba en una acción comunitaria, Midence fue arrestado. Agentes de inmigración lo detuvieron y le pidieron que se identificara y que acreditara su estancia legal en el país; él indicó que era beneficiario del TPS.
—El agente me vio como si yo fuera un ciudadano de tercera clase. “Este es un permisito y te lo vamos a quitar”, me dijo para intimidarme. Me metieron en un cuarto, pero en dos minutos regresaron a soltarme porque buscaron información sobre mí y vieron que tengo un perfil en la comunidad. Y ¿qué pasa con quienes no lo tienen? Vives con el miedo, con la zozobra; por 18 años yo he vivido así. No puedes salir del país porque no tienes estatus legal; tienes que pagar 380 dólares por un permiso para ir a visitar a un familiar. Se nos han ido amigos, familia, y no podemos ir. Pero eso sí, somos una buena fuente de ingresos: 480 dólares cada 18 meses por renovar el permisito. Haga cuentas.
Las hice. Sólo por renovar el TPS de los beneficiarios de Honduras y el Salvador, el gobierno estadounidense recibe 127 millones de dólares cada año y medio, sin contar los permisos de salida. Esa cantidad equivale a 12 veces el monto que propone destinar la administración Obama en la defensa legal de los niños migrantes.
Una cosa es recibir la llamada diciendo que los hijos están en el centro de detención, y que puede ir uno por ellos, y otra es que en efecto se los den. Cuando María Vilma llegó por Rosario y José, además de acreditar que ella era la madre, tuvo que comprobar que contaba con los recursos para sostenerlos y un sitio aceptable para recibirlos. Ahí se dio cuenta de que el asunto iba para largo.
Desde que llegó a Estados Unidos, María Vilma ha trabajado en el campo, sembrando y cosechando, en jornadas de nueve horas con dos de descanso, con la espalda encorvada para hacer la pisca de fresas o lechugas, dos de los cultivos que más cansan. No habla inglés, le cuesta trabajo leer y no puede escribir, pero encontró la manera de ir juntando dinero para mandarlo a El Salvador y para ir haciendo unos ahorros.
Sin documentos migratorios y con poco dinero, cuando llegó a Estados Unidos María Vilma no pudo rentar un departamento, pero se enteró que en algunas casas era común encontrar un garaje adaptado como habitación sin necesidad de entregar papeles o dejar un depósito de seguridad. Al prinicipio eso no representó problema, pero a las autoridades de migración no les pareció un buen sitio para que se alojarandos adolescentes. Para llevárselos tuvo que encontrar un apartamento.
Aunque podría parecer una solicitud razonable, el acceso a una vivienda digna para el inmigrante indocumentado en Estados Unidos en ocasiones es un lujo. En este país el sistema económico funciona en torno al historial de crédito de los individuos: cualquier tipo de contrato, desde la renta de un espacio para vivir, hasta la contratación de los servicios básicos de luz, agua o gas, requieren de una revisión del historial de crédito. Si como es el caso de los recién llegados, una persona no cuenta con él, y además no tiene documentos que acrediten que vive legalmente en el país, no se considera una persona confiable y debe dejar depósitos en garantía para todo. Para el recién llegado no hay dinero que alcance.
Los migrantes han encontrado la manera de darle la vuelta al asunto. El que logra instalarse ofrece un espacio en renta para otros y cobra por el uso de los servicios; los que pagan evitan los altos depósitos.
Sin embargo estos convenios están lejos de ser la situación ideal. En el caso de quienes viven en las grandes urbes como Los Ángeles, San Francisco, Chicago, Miami o Nueva York, pagar por un pedacito de casa puede representar varios días de trabajo. En estas ciudades las rentas varían de los mil 500 a los 3 o 4 mil dólares mensuales por un apartamento de dos recámaras.
El espacio compartido, de forma inevitable, propicia el hacinamiento.
Miguel tiene nueve años en Estados Unidos y siempre ha vivido en estos espacios. Es originario de Monterrey, México, y como cada migrante en este país, recuerda perfectamente la fecha de su llegada: 6 de enero de 2005.
—Esa noche dormí en una oficina de una ferretería —recuerda Miguel, quien vino a trabajar como fotógrafo para enviar dinero para los estudios de sus cuatro hijos; tres ya se graduaron y la última lo hará este año—. El dueño era un primo de mi cuñado que vivía en el segundo piso y me prestó esa oficina por tres meses. De ahí, me pasé a un cuartito en la parte de atrás de una casa; en total eran tres cuartos y compartíamos un baño y una cocinita, me cobraban 275 dólares al mes.
En época de vacas gordas, tuvo oportunidad de pagar 600 dólares al mes por un garaje adaptado que en realidad era un estudio bastante cómodo, aunque pequeño: baño, cocina y un sitio para estacionar el auto. Pero ahora que por motivos personales las vacas vuelven a ser flacas, ha optado por el más barato de los espacios compartidos.
—Estoy como el Chavo del Ocho, ¿ves que vive en un barril? Bueno, yo no estoy en un barril, pero estoy en un sillón de una sala, en el área común donde todo el mundo pasa. Yo soy amable, saludo a todo el mundo. Es un sofá de escuadra, así que duermo nomás boca arriba, porque si me volteo, me caigo. Pero vale la pena, mira: llegué en abril —hace cuentas—, son cinco meses. En pura renta me he ahorrado 400 dólares al mes, llevo 2 mil dólares ahorrados en estos cinco meses.
Miguel siente que corrió con suerte: el sitio en el que vive sólo es compartido con otras tres personas. Cualquiera que haya vivido tiempo suficiente en estas ciudades sabe que en algunos apartamentos llegan a apilarse hasta ocho y diez personas; los espacios que se rentan van desde una habitación completa o compartida, con o sin literas, hasta cuartos de TV, los sillones de la sala, e incluso el clóset: por 150 dólares al mes, de las 10 de la noche a las 6 de la mañana una persona puede dormir compartiendo dos metros cuadrados de alfombra con las maletas que se encuentran sobre las repisas del armario.
En las áreas rurales la situación no es muy diferente. Aunque los precios son más bajos, los requisitos para rentar son los mismos; en algunos sitios se piden contratos por seis meses que rara vez pueden cumplir los trabajadores migratorios dentro del país: el campesino se mueve hacia donde está el cultivo de temporada. Esto provoca que ocho de cada diez trabajadores agrícolas vivan la mayor parte del tiempo en condiciones de hacinamiento, según un estudio realizado en Carolina del Norte, destino de un gran número de migrantes centroamericanos. Entre aquellos que son trabajadores migratorios, tres de cada diez viven en espacios calificados como no aptos para habitación humana: automóviles o camionetas, garajes o cuarto hechizos en los patios traseros de las casas, incluso en campamentos al aire libre.
A María Vilma le tomó dos meses reunir el dinero suficiente para dar el anticipo en un apartamento de una recámara para llevar a sus hijos a vivir ahí; tuvo que pedir prestado. Hoy, con su salario de 9 dólares la hora, trabaja para pagar esa deuda, pagar la renta de 950 dólares mensuales, reunir para contratar un abogado para sus hijos mayores, y enviar dinero a los tres hijos que aún le quedan en El Salvador.
Mario Savedra ya tenía un hermano acá cuando vino a Estados Unidos. Por esa razón eligió como destino la ciudad de Bakersfield, en California. El día que salió de Sonaguera, Honduras, le dio un beso a su madre, otro a su hija Fernanda, de enconces dos años de edad, y emprendió el camino. De eso ya pasaron 12 años.
En Sonaguera Mario se dedicaba a la venta de abarrotes. Tenía un carrito y con él recorría el municipio de Colón, vendiendo por las calles. Era su único ingreso, pero el oficio de vendedor se volvió peligroso. A sus compañeros los empezaron a asaltar, y un día le tocó a él. Dice que le fue bien porque sólo le quitaron dinero y mercancía. A otros, cuando se resistían, los mataban.
—Uno viene por una mejor vida, porque no quiere involucrarse en eso, quiere salir. Uno quiere una mejor vida para sus hijos pero allá nada más no se puede —me dice.
Visto desde el país de origen, el momento en el que el familiar migrante llega a Estados Unidos representa el éxito; ya está “del otro lado” y puede empezar a mandar dólares. Pero la realidad no es exactamente así: la barrera del idioma, la falta de documentos, la falta de capacitación, el ambiente antiinmigrante y la inserción a un sistema completamente desconocido, se convierten en una cuesta hacia arriba que todos los días hay que subir y que cuando te tira, te noquea.
Mario tiene 36 años. Se ve joven y fuerte, pero la piel del rostro está ligeramente ajada por el sol. De cabello y ojos obscuros, gesto amable y voz suave, pero habla rápido y con firmeza.
—Mi primer golpe fue descubrir lo difícil que es encontrar un empleo sin papeles —recuerda—. Lo segundo, el idioma. Buscaba trabajo y los patrones me pedían documentos, me preguntaban si sabía hablar inglés, y así no se podía. Empecé agarrando cositas, trabajando día sí, día no. Hasta que mi hermano me metió a trabajar al field (campo), a la pisca de la uva.
En el ascenso al éxito del inmigrante indocumentado, el trabajo en los campos, el field, suele ser el primer escalón; es el “jale” en el que no te piden papeles y en el que el oficio se aprende a punta de sudor. El otro escalón primario, es el de los jornaleros.
Para quienes eligen como destino las ciudades, la chamba de jornalero suele traer el primer ingreso. Algunos conocen un oficio, como carpintería o electricidad, pero otros aprenden en el camino. Afuera de los enormes almacenes de materiales para construcción es frecuente encontrar a grupos de migrantes, a la espera de contrato.
El contratista que está iniciando una obra sencilla y quiere ahorrarse unos dólares en el salario de los trabajadores o el ama de casa que necesita que alguien le instale unas repisas, saben que al acudir a estos sitios encontrarán hombres dispuestos a trabajar por mucho menos de lo que les cobraría alguien con los documentos en orden.
Un ejemplo: un electricista cobra entre 25 y 35 dólares por trabajo de una hora, pero un jornalero aceptará hacer un trabajo similar por 10, a veces por 8 dólares la hora, sin garantía de que reciban su dinero: quienes les contratan aprovechan su situación migratoria irregular y con frecuencia rechazan pagar el trabajo realizado.
Para las mujeres que llegan en la misma situación, el peldaño de inicio, cuando no es el campo, es en el trabajo doméstico, ya sea limpiando casas o como niñeras. Los salarios y abusos son similares. El objetivo es resistir hasta que aprenden un poco el idioma y aparece algo mejor.
Mario pasó del trabajo en el field a la construcción donde su situación económica mejoró. Pero, aunque tiene mejor ingreso los problemas por la falta de documentos siguen allí. Mario lo comprendió cuando compró el auto que era su orgullo.
—El sistema del país te obliga a manejar para ir a trabajar, pero si manejas sin licencia, te quitan el carro —dice con un dejo de amargura—. Hace siete años venía saliendo del freeway (autopista) y me tocó un retén. Tenía un Mustang del 2001, llevaba un año y medio pagado y por manejar sin licencia me lo quitaron. No lo pude recuperar porque para sacarlo tienes que pagar la multa de mil 500 dólares y mostrar tu licencia. Yo no tenía ni dinero ni papeles.
Después de eso, Mario entendió porqué muchos inmigrantes indocumentados, aunque puedan adquirir un buen auto, optan por comprar uno “de medio pelo”: en cualquier momento lo pueden perder.
Otra de las angustias de Mario es que a pesar del tiempo que lleva trabajando y pagando impuestos en este país, debido a su estatus migratorio no tiene derecho a un seguro médico.
El costo de los servicios hospitalarios en Estados Unidos puede llevar a la quiebra a una familia.
Mario ya tuvo una probadita de eso. Hace seis años acudió de emergencia a un hospital donde un médico sólo le recetó un analgésico para aliviar la fiebre. Días después le llegó la factura: mil 650 dólares.
—Y a pesar de todo esto, ¿vale la pena vivir en Estados Unidos? —le pregunto a Mario.
—Para mí hay una sola razón, pero es la más importante: aquí no hay delincuencia, aquí puede andar uno libremente —me llama la atención la palabra elegida por Mario—. Allá si uno sale en la noche se arriesga a que lo maten. Allá saben quién es uno y no lo dejan, no se puede hacer nada, los hijos están en peligro. Mi hija se vino por eso.
Terminamos la conversación porque Mario debe iniciar los trámites para recoger a Fernanda, la hija que dejó de dos años de edad en Honduras y que hoy tiene 14. Fernanda cruzó la frontera hace un mes y la detuvieron de este lado; Mario irá por ella y se enterará de que a Fernanda le será iniciado un proceso de deportación. Pero está aquí. Tras 12 años de lejanía….
Mario la verá dentro de unas horas y, por ahora, no importa nada más.
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la siguiente frase: “Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx”