Caravana de Madres. Día 6. José Editrudis, el migrante que encontramos en el panteón


diciembre 7, 2015

Texto y Fotos: Ximena Natera Puebla, Puebla (5 de diciembre de 2015).- Baltazar Jiménez no recuerda en que tumba está enterrado José Editrudis, su mejor amigo desde hace 25 años. El hombre, que perdió el ojo izquierdo hace una década, […]

Por: Ximena Natera

Caravana de Madres. Día 6. José Editrudis, el migrante que encontramos en el panteón

Texto y Fotos: Ximena Natera Puebla, Puebla (5 de diciembre de 2015).- Baltazar Jiménez no recuerda en que tumba está enterrado José Editrudis, su mejor amigo desde hace 25 años. El hombre, que perdió el ojo izquierdo hace una década, […]

Por: Ximena Natera

Texto y Fotos: Ximena Natera

Puebla, Puebla (5 de diciembre de 2015).- Baltazar Jiménez no recuerda en que tumba está enterrado José Editrudis, su mejor amigo desde hace 25 años. El hombre, que perdió el ojo izquierdo hace una década, tiene la piel morena muy curtida y cabello gris. Parece un anciano, aunque apenas pasa los 45 años. Camina mirando hacia el piso. Busca nombres entre las cruces de metal oxidadas, los mausoleos de azulejos y las flores marchitas del cementerio local de San Pedro Sacachamilpa, una comunidad del municipio de Puebla.

El problema, dice Baltazar mientras se rasca la barba naciente del cuello, es que la lápida donde está enterrado José lleva otro nombre, uno que no recuerda y que probablemente nunca usó. En el pueblo siempre lo conocieron como El Güero.

“Era así, güerito, y tenía acento de fuera. Le decíamos que era jarocho, namás pa’ fregar”, dice Baltazar.

Cuando llegó a San Pedro, a finales de los ochenta, José Editrudis era un veinteañero que venía de Honduras y estaba en su segundo intento de regresar a Estados Unidos, donde había vivido con su hermano mayor, Arturo, antes de ser deportado.

“Creo que cuando llegó aquí y vio lo duro que estaba el camino, dijo: ‘A la chingada, ¿para qué sufro si aquí se está tan bien?’”, confía su amigo.

Aprendieron varios oficios juntos, compartieron renta por años, El Güero fue testigo en la boda de Baltazar y éste, a su vez, vio pasar por la vida del hondureño a una serie de mujeres que nunca se quedaron. “Unas muy locas, otras no tan”, cuenta.

San Pedro se convirtió en su hogar, El Güero en su nombre y Baltazar en su única familia. José no quiso regresar a Honduras y las cartas que mandó a su hermano en Estados Unidos nunca fueron recibidas.

“Aquí todos lo queríamos: nuestro jefe, mi mujer, el padre de la iglesia, todos le habíamos dicho que le podíamos firmar de testigos (en un juicio extratemporaneo para comprobar la nacionalidad mexicana de José). Ese fue siempre nuestro plan”, dice el hombre.

Pero no fue necesario. En 2008, dos años antes de su muerte, José regularizó su estancia en México. De un viaje de trabajo a Chiapas, regresó con papeles. “Me enseñó su credencial para votar, por eso se que cambió de nombre, pero nunca lo usó”, dice Baltazar, quien ofrece buscar los papeles entre las pertenencias que guarda de José.

Encontrar a Baltazar sentado sobre la banqueta, tomando el sol, en un sábado a las 7:40 de la mañana es pura suerte.

Para Rubén Figueroa, coordinador de la Caravana de Madres de Migrantes Desaparecidos y encargado de las búsquedas, la suerte nunca está demás en estos casos. Sin ella, no hubiera conocido al que quizá sea el único poblador capaz de reconocer a José por su viejo nombre y sin necesidad de ver la despintada fotografía que apunta con una flecha negra a un joven pequeño, sin rasgos definidos. Es la única imagen que Alejandro Editrudis ha guardado, durante 25 años, de su hermano menor.

La foto y el nombre del pueblo fueron las dos pistas que Alejandro pudo dar a Rubén, meses atrás, cuando pidió su ayuda para encontrar a su hermano, de quien había perdido contacto en 1982, cuando lo deportaron. Por San Pedro Sacachamilpa pasaron juntos la primera vez que migraron al norte y durante meses, José habló de lo bonito del pueblo y las ganas que tenía de conocer más esa región de México.

Desde entonces, la comunidad en Puebla fue para Alejandro la única posible referencia del paradero de su hermano, pero sin la posibilidad de salir de Estados Unidos, la búsqueda tardó 25 años, hasta que encontró por internet a Rubén y al Movimiento Migrante Mesoamericano, la organización que año con año realiza la caravana de madres que buscan a sus hijos desaparecidos en territorio mexicano.

Este sábado, aprovechando que la caravana llegó a la ciudad de Puebla, Rubén fue a San Pedro para seguir la frágil pista. Encontró a Baltazar… y también a José.

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Por la tarde, la Caravana llega en el penal de Santa Martha Acatitla, en la Ciudad de México. Las madres se reunen con 15 internos centroamericanos. Uno de ellos es Carlos Murillo, quien el año pasado se reencontró con su madre, Juana Oliva, después de 17 años. “Fue la experiencia más dura de mi vida, no lloro porque me hago el fuerte”, dice Carlos sobre ese reencuentro, que fue posible porque las autoridades del penal facilitaron a la organización una lista con los nombres de los internos centroamericanos.

Las mujeres abrazan a Carlos como si fuera su hijo. “Todo mi corazón está contigo porque así como tú, pudo ser mi hijo, pudo ser uno de los 300 hijos que estamos buscando y cada uno que encontramos es suficiente para seguir adelante”, le dice una de ellas.

Carlos les pide seguir buscando y se disculpa en nombre de los demás. “Ayer hablé con mi mamá, puedo escuchar su voz gracias al trabajo que hacen”, dice en voz baja.

Aunque este año las madres se van con las manos vacías del penal, agregan a la lista de migrantes sin contacto con sus familiares a un hombre de Guatemala y una joven de Nicaragua que tienen un bebé y una condena de 15 años.

“Estoy muy impresionada – dice en la despedida otra interna, originaria de Honduras– no sabía que era esto pero me da mucho sentimiento; espero que encuentren a mi mamá, le escribí una carta”.

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El día termina en la ciudad de México, con un encuentro en el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín, entre las madres de los migrantes y un grupo de madres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala. Las mujeres se abrazan, ríen e intercambian palabras de aliento y dolor.

Son más de las 10 de la noche. Rubén Figueroa está sentado en un sillón de la recepción. Se ve cansado. La caravana ha recorrido 955 km en cinco días y se ha completado una tercera parte de las actividades de la agenda. Le queda una tarea más antes de ir a descansar, pero durante todo el día ha encontrado razones para aplazar la llamada agridulce a Alejandro Editrudis. La llamada en la que le avisará que encontró a su hermano, El Güero, descansando en el panteón de una pequeña comunidad en Puebla. La comunidad que lo adoptó por tanto tiempo y que comparte nombre con el lugar que les vio partir a ambos: San Pedro.

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Ximena Natera

Soy aspirante a la buena imagen, a la buena crónica, a la buena historia, soy aspirante al buen periodismo. Las historias de horror, miedo e injusticia que vimos y escuchamos a lo largo del camino me dejaron un hoyo en el estómago, la única manera que encuentro para cerrarlo es compartir estas mismas historias una y otra vez, con la esperanza de que la indignación se propague y, como dice el periodista Oscar Martínez, contribuya a iluminar poco a poco las esquinas oscuras.