OSon miles, y cada año aumenta el número. Niños y adolescentes centroamericanos que huyen de sus países para escapar del reclutamiento forzado y las amenazas de muerte de las pandillas. Es una guerra no reconocida que interrumpió el destino de estos menores, y que en México empiezan a encontrar una nueva oportunidad.
25 de enero de 2016
Texto y fotos: Ximena Natera
Video y fotos: Iván Castaneira
–¡A coméer hijoseputa!– grita Asael, de 16 años, desde la cocina en la planta baja de la casa.
Silbidos y groserías de los otros muchachos responden al llamado. La mayoría baja corriendo las escaleras, desde las dos habitaciones del segundo piso; tres más entran de la calle, donde juegan con la pelota de futbol que un vecino les regaló en Navidad; Marcos y Roberto, dos de los más jóvenes, salen empolvados en harina de la panadería, una angosto cuarto equipado con un horno industrial; Mauro, con una gorra de los Lakers, se asoma desde el improvisado taller de carpintería en la azotea y baja los tres niveles de la casa saltando de balcón en balcón.
–Le dan hueva las escaleras– explica una voluntaria.
En total, 18 adolescentes y adultos se forman detrás de la barra de la cocina para recibir el menú del día: espagueti con crema, frijoles negros y dos tortillas al comal. Sólo los primeros nueve alcanzan una cuchara, tenedor o cuchillo. Los demás utilizan las tortillas como cubiertos.
–¡Hey, criada!– dice Juan, de 18 años, a Asael, el cocinero– quedó re tuani (buena) la pasta, hoy te luciste– le manda un beso y Asael responde con el dedo medio.
Comen rápido. El primero en terminar es René, un muchacho de 16 años originario de El Salvador, que se levanta de la mesa a lavar su plato y corre a la sala donde grita desde el sillón: “¡Ya apañé la computadora, culeros!”
Segundos después, una canción de J Balvin, cantante de reaggeton colombiano, retumba por toda la casa, que no volverá a tener un momento de silencio hasta la hora de dormir, a las 10 de la noche.
Por ahora, la casa es un caos. Ropa, libros, juegos de mesa, cuadernos y plumones, balones, tenis, platos y vasos sucios descansan sobre mesas, sillones, barandales y marcos de las puertas. El olor a calcetines húmedos está impregnado en la tapicería de los sillones, colchonetas y cobijas. Tres cachorros siguen a todos lado a una perra que busca restos de comida en los botes de basura de cada cuarto. El reggeaton de la sala se mezcla con “Another Brick in the Wall”, de Pink Floyd, que sale de la oficina. La canción no ha dejado de sonar desde que Graciela, una de las voluntarias, se la enseñó a Abel, un chico de Honduras, a las 7 de la mañana.
Es el hogar de 15 adolescentes centroamericanos que cruzaron la frontera sur de México con la muerte tras sus pies, que forman parte de una generación perdida por la violencia de las pandillas en sus países de origen y que en Oaxaca, después de caminar cientos de kilómetros y sortear asaltantes y policías corruptos, encontraron una opción: quedarse en México.
–Nuestra casa no es un albergue, es un refugio, una hogar provisional para los chicos donde pueden iniciar un proceso de adaptación a la sociedad a la que se van a integrar cuando terminen su trámite– dice Carlos Moriano, director del Centro de Protección Adolescentes En el Camino.
Moriano es un español cuarentón, que desde 2013 ha trabajado con el sacerdote Alejandro Solalinde en el albergue para migrantes de Ixtepec, Oaxaca. Fue ahí donde a finales de 2014, cuando el Gobierno Federal bloqueó la opción del tren de carga como transporte para migrantes, cientos de centroamericanos comenzaron a quedarse atrapados.
El plan del gobierno mexicano no detuvo la ola migratoria, solo derivó en otros fenómenos que no han sido atendidos. Uno de ellos, es que muchos centroamericanos opten por regularizar su estancia en México y eviten el riesgoso camino hacia el norte.
–Nos dimos cuenta que muchos de los que se quedaban eran adolescentes, habían sido asaltados o que venían huyendo de las maras; les aconsejabamos pedir visa humanitaria o refugio, pero muchos dejaban el trámite a la mitad– explica Moriano.
Sin embargo, a diferencia de los adultos, que tardan entre uno y cinco meses en conseguir su regularización, los menores de edad no acompañados tienen que esperar cumplir 18 años. Los voluntarios del albergue de Solalinde se enfrentaron a un dilema: mantener en el albergue a chicos de 14 o 15 años durante varios años, hasta que cumplieran la mayoría de edad, o dejarlos seguir su camino hacia lo que seguramente sería un destino mortal.
Moriano, Solalinde, y dos voluntarias más, desarrollaron un proyecto para estos jóvenes y ocho meses después inauguraron el Centro de Refugio Adolescentes en el Camino, con un grupo piloto de 20 muchachos.
–Hemos vivido en 4 meses lo de un año – cuenta la voluntaria Graciela Baldovinos. – Nos costó encontrar un balance con los muchachos, vienen de entornos de guerra, con muchos traumas y miedos, batallamos mucho con los presupuestos.
En la oficina, sobre una mesa grande de madera, hay una enorme computadora Mac de escritorio de 27 pulgadas; tres más, todavía en cajas, están acomodadas junto a 10 cámaras Canon, que los muchachos usan para un taller de fotografía. El equipo es parte de una donación de la Universidad de Harvard, en Estados Unidos.
–Es gracioso –dice la voluntaria– muy seguido no tenemos dinero ni para frijoles… pero tenemos Macs.
* * *
El 5 de diciembre de 2014 entró en vigór la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes. El Gobierno Federal dijo que fue “una medida histórica” en favor de la infancia en el país y organizaciones internacionales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Unicef, elogiaron el reconocimiento de los menores como titulares de sus propios derechos.
En el papel la ley es de avanzada: por primera vez involucra directamente al Poder Ejecutivo en la protección a la infancia y basa su eje de acción en las poblaciones más vulneradas de la población joven, entre ellos los niños, niñas y adolecentes migrantes.
–La ley pone por encima la protección de los menores a su situación migratoria. Habla de fronteras libres, albergues especializados, integración social… nunca había visto algo así– dice Moriano.
En los nuevos lineamientos los menores de edad pueden entrar al país sin documentos migratorios (capítulo XIX), no son sujetos a ningún tipo de detención y se prohíbe su expulsión. Además, la reforma al artículo 112 de la Ley Migratoria obliga al Instituto Nacional de Migración a canalizar a todos los menores, acompañados o separados, al DIF Nacional.
Existe además el Protocolo de atención para niñas, niños y adolescentes migrantes no acompañados o en albergues, que establece las condiciones en que los refugios deben funcionar en todo momento.
En los cuatro meses que lleva funcionando la casa Adolecentes en el Camino, 20 muchachos han iniciado proceso de refugio. De ellos, 4 ya fueron concedidos y sólo uno denegado que ahora está en proceso de apelación.
–Somos lo más cercano a lo que pide el protocolo, también somos los únicos. Aunque el programa del DIF Nacional sea impecable, los albergues de los estados están a años luz; casi nadie consigue el refugio y no porque se los nieguen sino porque los muchachos se escapan… ¿Cómo no, si son cárceles? – explica Moriano.
Los niños de la guerra
A Mauro le tomó casi dos años poder acercarse lo suficiente a su última víctima.
–¿Te acuerdas de mí, hijo de la gran puta? — le gritó en la cara, a quemaropa, y sin esperar respuesta disparó una carga entera de plomo sobre el cuerpo del muchacho. Luego, se quedó ahí para verlo morir.
Mauro tenía 14 años. Su víctima no muchos más. Mauro no recuerda muy bien sus rasgos. Lo había visto de cerca solo una vez antes: el 9 de enero de 2009, cuando Mauro, que entonces tenía 11 años, observaba escondido detrás de una puerta como su padre intentaba razonar con el niño pandillero de la SM-13 que le apuntaba una pistola a la cabeza. A media oración, el niño apretó el gatillo y le perforó el rostro.
Mauro tiene ahora 17 años. De todas las escenas de violencia y muerte en las que participó o presenció, es esa la que le viene a la mente cuando cierra los ojos: cuando duerme, en sus pesadillas y en sus sueños; cuando el golpe de humo del porro llena sus pulmones o cuando busca en su cabeza palabras para su rap.
Su padre, cuenta, era un hombre a quien todos conocían como el boxeador, por haber sido campeón juvenil estatal a finales de los 90. Su asesinato no sólo marcó el último día de la niñez de Mauro, también le enseñó que si se odia lo suficiente, el miedo desaparece. Con su madre en Estados Unidos desde que tiene memoria y su hermano menor asesinado tres días antes de la muerte de su papá, Mauro buscó refugio con el Barrio 18, la pandilla rival a la MS-13.
–Fueron mis hermanos, mi papá, mi familia, mi escuela, con ellos no estuve solo– dice el joven de piel morena, originario de Nicaragua – Desde entonces he estado en la calle, haciendo guerra.
Por asesinar al pandillero que mató a su padre, pasó dos años en la carcel. Cuando regresó a la calle el control de su barrio había cambiado de manos y la MS-13 lo tenía en la lista de sentenciados. Después de un intento de asesinato que lo mandó al hospital tres semanas, dejó Nicaragua.
–Es complicao– dice Mauro en voz alta, mientras limpia los frijoles del día– No puedo regresar porque yo los dejé, me tendrían que matar y muchos de ellos son mis hermanos… ya estoy cansado, a veces me falta mucho mi viejo.
* * *
Alan, un joven salvadoreño de 17 años, tiene poca tinta sobre el cuerpo. En su pectoral derecho hay un jaguar con cabeza de lobo y cola de lagarto; en el izquierdo un cráneo humano, con la mandíbula abierta, enmarcado por flores y hojas negras. Los dos tatuajes fueron las únicas pruebas que presentó ante la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), como indicio de que su vida corre peligro si regresa a su país.
Estas pruebas fueron suficientes. Después de casi 8 meses en el país, cuatro en la casa de Adolescentes en el Camino, su petición de refugio fue aprobada y ahora espera cumplir la mayoría de edad para recibir sus documentos.
A diferencia de Mauro, Alan nunca quiso ser parte de la pandilla. Pero en 2012, antes de cumplir los 14 años, el Barrio 18 llamó a su puerta. Y cuando la clica quiere nuevos soldados, los arranca de casa en casa, uno por uno.
–Venían por mi hermano mayor– dice el joven de ojos verdes– No lo pude dejar ir solo, ¿entiende?
Alan y su hermano fueron reclutados a la fuerza por la pandilla, al igual que miles de niños y adolescentes en El Salvador, que son codiciados por ser poco suscepctibles a penas largas y fáciles de adoctrinar, con los complejos sistemas de reglas y castigos de las maras.
— Al principio la calle era tuani. La mota, los hommies, el dinero, la ropa, la calle es tuya cuando estás con la pandilla… Pero no vale la pena, además soy un mal criminal –sonríe–, fui pandillero una semana.
Después de su brinco, el ritual de iniciación donde los jóvenes tienen que soportar una paliza brutal o incluso asesinar a un miembro de la pandilla enemiga, Alan fue detenido y encerrado un año en un reformatorio.
El día que recuperó su libertad buscó a uno de sus antiguos amigos para que tapara la tinta negra, que lo identificaba como miembro de la mara: un tatuaje del número 18, un dígito de cada lado del pecho. Así fue como llegaron a su piel la quimera y la calavera. Así llegó también la sentencia de muerte que se gana quien quiere dejar atrás la guerra de las pandillas.
–Me importa nada que no sean tuani, quería quitarme la mara del cuerpo– dice.
Desde ese día Alan y su hermano mayor huyen. Primero se refugiaron en una zona dominada por la MS-13, lejos del alcance del Barrio 18, donde pasaron meses escondidos en un pequeño cuarto; el 24 de diciembre de 2014, un vecino les informó que sicarios de la 18 andaban preguntando por ellos. Esa misma noche cruzaron la frontera con Guatemala en la cajuela de un coche viejo.
–Esta fue la tercera Navidad que pasé lejos de mi mamá, a veces siento que nunca la voy a volver a ver– confiesa–. Al Salvador ya no regreso.
Igual que los otros jóvenes de la casa, Alan entró al país con la intención de llegar a Estados Unidos. El refugio que México le otorgó no lo ha hecho cambiar planes. Su mirada sigue fija en el norte donde, le han dicho, podrá ganar lo suficiente para construir una casa para su madre y sus 4 hermanos pequeños y evitar que, como él, sean reclutados.
–Lo que más miedo me da es que me hagan un castigo – dice Alan una noche fuera del refugio.
Un castigo, cuenta, es cuando la pandilla te marca para que nunca olvides, ni tu ni nadie, a quien le pertenece tu vida.
–A un bicho de mi bario lo detuvo la tira por andar droga afuera de la iglesia, el policía le preguntó si era de la pandilla y el bato dijo que no. Ese fue su error: la pandilla nunca se niega.
A los pocos días el muchacho reapareció en la calle con el número 18 marcado a tinta y navaja en todo el rostro.
-Desde el cabello hasta el cuello-, dice Alan, con asco. Después de otra calada a su cigarro suelta una risotada– ¡Qué importa! Si vienen por mi, me meten un balazo en la frente.
Una adaptación difícil
El refugio está construido en una colonia encaramada en la parte más alta de un cerro de la periferia de Oaxaca. Desde la azotea se pueden ver los campanarios de Santo Domingo y las luces de la carretera panorámica que recorre el cerro del Fortín. La parada más cercana del camión está diez calles hacia el sur. Ahí también termina el asfalto de la colonia.
La periferia, aunque está a solo 20 minutos del centro, queda muy lejos de la zona turística de la capital oaxaqueña. En su lugar el barrio marginado está lleno de casas en construcción, donde sus habitantes padecen diariamente la ausencia de agua potable.
–Es un lugar de malandros, cholos como les dicen, pues– dice un conductor de autobús sobre la zona– Ahí si le decimos a los turistas que no vayan, hay mucho asalto, mucho vaguito.
En realidad, la colonia es modesta, pero la gente camina tranquila por las noches y las calles nunca están vacías. Pero el conductor tiene algo de razón porque se notan pequeños nucleos de jóvenes que forman clicas inspiradas por la mara centroamericana que mueven el narcomenudeo de la zona. Por eso, una de las preocupaciónes del equipo cuando instalaron la casa era que los chicos tuvieran problemas con los otros jóvenes o que recayeran en el sistema de las pandillas.
–Nos sorprendió mucho lo fácil que se adaptaron al nuevo entorno, encajaron de inmediato—dice el director del refugio.
–¿No han tenido rivalidades con los pandilleros locales?
–No, que va. Los admiran, estos son grupitos que quieren ser mareros y de pronto les llegaron verdaderos ex-pandilleros de El Salvador. Están fascinados.
Moriano cuenta una anécdota que para él ilustra el impacto de las maras en el comportamiento de los muchachos: Un día camino a la central de abastos para recojer el mandado semanal, comenzó a platicar con uno de ellos sobre las clicas que controlan las calles por las que cruzaban.
–Cuando pasábamos por una calle, me decía el nombre de la pandilla que controlaba la calle y quién es el líder, hasta que le pregunté que él a qué pandilla pertenecía y se paró de un alto, volteó a mirar hacia ambos lados de la calle y luego susurró apena: “13, yo soy 13”. Es muy triste, todos sus años de formación crecen con reglas, códigos de conducta y vestimenta muy estrictos, tanto que aún aquí, a miles de kilómetros de las pandillas que los persiguen, les cuesta trabajo dejarlo atrás.
Esta división fue uno de los más primeros problemas que enfrentaron los voluntarios cuando se instalaron. Las primeras semanas una línea invisible dividía a los muchachos dentro de la casa, sin que los voluntarios comprendieran bien por qué.
Un cuarto era 18 y el otro MS-13. Lo mismo con el baño, los lados de la mesa de la cocina y los sillones. La azotea cambiaba de dominio cada par de días. En un intento de crear un espacio de convivencia común para todos hicieron un mural en la azotea donde los chicos pudieran pintar y grafitear a su gusto. En pocos días, el mural fue tapizado de símbolos y marcas de la MS-13, que después fueron remplazadas por pintas del Barrio 18.
Poco a poco los muchachos se fueron integrando, aunque ya no hay peleas entre ellos conviven con rivalidades, pero aceptación. En el último mes el mural se ha transformado: en la pared negra se leen los nombres de todos los muchachos, algunas frases de sus composiciones de rap, las huellas de sus manos e ilustraciones. Todavía hay pintas de las dos pandillas, pero al centro del mural donde antes había un “MS-13” de casi un metro de largo claramente modificado con pintura verde para parecer un “18”, ahora está tapado con más pintura verde.
–¿Quien lo tachó todo?– pregunto una tarde, mientras Mauro, Bryan y Cristofer cortan madera en la azotea.
–Yo– contesta Mauro, mientras pasa la sierra por un tablón– Así está mejor ¿o no?
–Sí–dice Cristofer.
–De todos modos, hay más 18 que 13 en la pared– dice riendo Bryan.
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Por las noches, dos o tres veces a la semana, los voluntarios permiten a los muchachos ver una película hasta la media noche. Ya en pijama, los chicos mueven los sillones de la sala y forman un cine improvisado con las computadoras y las bocinas. La película de esta noche la seleccionó Graciela, la voluntaria. Se la mandaron del albergue de Ixtepec.
–¡Hijoeputa, esta peli está en francés o sabrá dios qué– dice Asael después de unos minutos.
–¡Eh, Chela, esta cosa es de Jesús!– grita otro.
–¡Qué puta, qué hueva!– se suma Mauro, los chiflidos y gritos de los demás le hacen coro.
Juan se levanta de su asiento y cambia la película. En la pantalla aparece Silvester Stallone y Jean Claude Vandame en una película de accion. Los demás chiflan su aprobación. Graciela chasquea la lengua pero ríe antes de meterse a la oficina.
–El cambio de los chicos es radical, al principio la hora de dormir era una locura. Sus pesadillas nos tenían despiertos toda la madrugada, se levantaban gritando o tenían episodios de pánico, salían corriendo de la casa, no llegaban a dormir– dice el director del albergue. –Ahora sus fantasmas han desaparecido, les gusta rapear, fuman marihuana, juegan bola y se preocupan por las muchachas. No saben cómo reaccionar a diferentes situaciones, porque desde niños les enseñaron que la única reacción debe ser violencia. Se sorprenden que no los abandonemos o que nos preocupemos por ellos, porque muchos nunca han tenido a nadie.
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Mauro, quien nunca ha disfrutado ver películas, fuma su cigarro en el balcón del segundo piso mientras en la sala termina la función.
–Ya me van a dar mis papeles, sabe
–¿Qué vas a hacer? ¿A donde vas?
–No sé, salí de Nica sin rumbo, así na’a más– dice entre calada y calada.
–Cuando era niño le decía a mi papá que iba a ser piloto en el Ejército, pero ahora ya no se. Nunca creí que iba a llegar a los 18 años.
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Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la siguiente frase: “Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx”
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