Cientos de migrantes que desde hace semanas caminan desde Centroamérica llegaron a Ciudad de México, donde se organizó un enorme campamento para albergarlos. Es la pausa indispensable para planear la siguiente etapa del viaje, la definitiva: acercarse a la frontera con Estados Unidos
Texto: Ximena Natera, Arturo Contreras y Lydiette Carrión
Fotos: Mónica González y Ximena Natera
CIUDAD DE MÉXICO.- Llegar a la Ciudad de México es un punto de quiebre para el éxodo migrante. De alguna manera es un triunfo: llegar a la capital, al corazón político de México pareciera como haber alcanzado la mitad del camino.
A pesar de que el frío arrecia y de que la lluvia amenaza con crear un lodazal en el estadio Jesús Martínez ‘Palillo’ de la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca, entre los migrantes hay esperanza. Este albergue improvisado es como un punto de flexión. Hay comida caliente, agua y asistencia médica, aunque no está todo listo.
Los primeros centroamericanos en llegar a la capital lo hicieron a cuentagotas, en pequeños grupos y a diversos puntos de la ciudad. Al norte, en la basílica de Guadalupe llegaron desde la madrugada.
“Venían con la intención de pernoctar aquí pero no hay donde”, dice un guardia de seguridad. En vez, instalaron a un par de policías en las entradas para canalizar a los migrantes al albergue Casa del Peregrino, a unas cuadras.
Ahí fueron llegando poco a poco hasta ser multitud; después del medio día se habían registrado más de 300, para quienes la comida y las cobijas que se donaban no alcanzaron. Horas después, todos fueron llevados al deportivo de la Magdalena Mixhuca en autobuses que organizó el sacerdote Alejandro Solalinde, unas 600 personas.
Así, algunos más llegaron al Zócalo, pensando que ahí estaría el refugio, otros entraron caminando por la carretera a Puebla, mientras que los más afortunados, encontraron un alma caritativa que los dejó en la puerta del deportivo y al final, muchos voluntarios tuvieron que organizar grupos para recoger y trasladar a los migrantes dispersos por la ciudad.
Para Gabriela Ramos, llegar a la Ciudad de México significa el primer respiro de tranquilidad en el viaje. “Llegar aquí es saber que vamos bien”, dice. Originaria de Choloma, municipio vecino de San Pedro Sula, lleva 20 días de camino y el grupo con el que viajaba se dividió en Puebla cuando su cuñada y unos amigos quedaron rezagados.
Cuenta que ha podido avanzar rápido porque no trae a sus dos hijas con ella y que espera descansar un par de días en la ciudad porque todo el cuerpo le duele.
“Yo nunca había salido de Honduras, nunca había dormido en el piso, los primeros días lloraba en las noches porque no podía descansar”, dice ella, “Pero va a valer la pena, es el sacrificio más grande que mis nenas y yo hemos hecho y va a valer la pena”.
Cuando bajaron del autobús en el albergue Gabriela y William, su compañero de viaje desde Guatemala, caminaron directamente al módulo de atención médica porque sospechan que los dolores pueden ser a causa de Dengue contraído en Chiapas.
A pesar de que desde la semana pasada se había anunciado un puente humanitario entre la Ciudad de México y la Caravana Migrante, acondicionar este espacio fue una tarea a contra reloj.
El reto implicó organizar a varias dependencias de gobierno de la Ciudad de México con decenas de organizaciones de la sociedad civil y no todo está terminado. Un ejemplo es la señora Lulú, una proveedora del gobierno de la capital, que llevó más de 3 mil piezas de pan y café para quienes lo necesiten.
“Pues las traje porque sabía que se necesitaba, y porque está bien que cada quien ponga su granito de arena”, asegura. Y a pesar de que aún no le pagan por sus servicios, no tiene duda que su inversión será retribuida.
Así, una planeación que ha involucrado a cientos de organizaciones de la sociedad civil y a diferentes órganos del gobierno local, y que se ha planeado por semanas, pareció rebasada por la urgencia, y eso que apenas han llegado unas mil personas, de las 7 mil que integran la primera de cuatro caravanas.
Por un lado hay un comedor de la Secretaría de Desarrollo Social que reparte comida y café, mientras que a unos metros trabajadores del DIF local intentan brindar agua sin mucho éxito.
Tampoco hay quien reciba las donaciones de los ciudadanos que hacen muestra de solidaridad. La mayoría entra con sus donativos, algunas familias con niños, que obsequian ropa, cobijas, comida, y juguetes; pero así como llegan, son rodeados por una marabunta de migrantes que los deja sin nada.
Actualmente el estadio, transformado en albergue temporal está a cargo de la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México y de la Secretaría de Desarrollo Social, aunque entre la gente caminan personas con cachuchas blancas: observadores de la Comisión Nacional de Derechos Humanos; otros, traen chalecos azules, son de la ONU; algunos enfundados en azul y rojo: paramédicos de la Cruz Roja. Ninguno se ponía de acuerdo para trabajar en conjunto.
Nada asegura que la paciencia de los migrantes dure tanto. La mayoría de los que han ido llegando son jóvenes, los que tienen más energía y van en la avanzada de la caravana. Algunos, incluso, están planeando dejar la Ciudad de México mañana mismo y seguir su camino al norte. “Que se queden las mujeres y los niños, nosotros nos seguimos tendidos”, dice uno.
Hasta la noche del domingo no se había terminado de montar las carpas-dormitorio y la mayoría descansa sobre las gradas. Unos tienden su ropa en los barandales y otros deambulan a las afueras del estadio, buscando un refresco frío, unas papas o unas galletas.
No es muy claro cuándo llegará el grueso del éxodo, que después de su paso por el estado de Veracruz quedó desperdigada. Pero los funcionarios y voluntarios en la Magdalena Mixhuca los espera entre la tarde del martes y la madrugada del miércoles. Los trabajadores de la Secretaría de Desarrollo Social de la Capital creen que podrían llegar hasta 12 mil personas, y que por lo menos, ellos están contemplando operar el albergue hasta por dos semanas.
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