José Ignacio De Alba
Empacó en su maleta un par de jeans, algunas playeras y una chamarra; salió de una casa vacía en el Departamento de Libertad, en El Salvador. Wilfredo iba a alcanzar a su esposa y a sus tres hijos en Miami.
Luego cerró la puerta de la casa que él mismo construyó y guardó la llave, con la idea de nunca volver a abrir ese hogar vacío. Dejó su país motivado para seguir a su familia, porque “los hijos son lo mejor que tiene uno”.
Meses atrás, la MS-13 había matado a su sobrino porque el muchacho le quitó la novia a un marero. Wilfredo y su esposa decidieron vender los terrenos que poseían y usar el dinero para mandar a sus hijos a Miami, donde ella vive.
Poner a sus “muchachos” –Jonathan, de 17, Estefany, de 15 y Yulisa, de 11 — en manos de un pollero, que le cobró 21 mil dólares por el viaje de los tres, después de haberlos cuidado él sólo durante ocho años, fue lo que más le pesó.
Por eso no aguantó más de tres meses y decidió seguirlos. Pero los 2 mil 500 dólares que le quedaron solo alcanzaban para emprender el viaje más peligroso que puede hacer un migrante hacia Estados Unidos: en tren.
Wilfredo –electricista de 42 años– sabía de peligros y guerras. A los 18 años fue obligado a enlistarse en el Ejército de El Salvador. Luchó cinco años y fue retribuido con tierra después de los Acuerdos de Paz (1991). Aunque la paz nunca llegó a un país que mantiene la cuarta taza de homicidios más elevada en el mundo con 41,2 muertos por cada 100 mil habitantes.
A los 24 años conoció a Vilma, su esposa. Ella emigró a Estados Unidos cuando la más pequeña de sus hijos cumplió dos años, convencida por su hermano, quien, desde Florida, le había contado de Disney World, de Sea World y de los dólares.
Desde el inicio de su viaje, Wilfredo fue estafado. En Tapachula, Chiapas, el guía nunca llegó. Desesperado, se montó en el tren, y en los primeros 300 kilómetros ya había perdido más de la mitad de su dinero, entre robos y cuotas policíacas.
El viaje se estaba volviendo más pobre, por tanto, más peligroso. Sin dinero, Wilfredo viajaba confiado en que los estados del centro del país son considerados de baja peligrosidad.
Una noche tranquila, cuando cruzaba sobre el tren el centro del país escuchó que le gritaban: “iya te chingaste, puto!” mientras le apuntaban con el cañón de una pistola 9 milímetros. Los asaltantes –tres jóvenes– le advirtieron: o les daba 100 dólares o el viaje se acababa. Era 2 de mayo, la décima octava noche de viaje. Él y dos compañeros de travesía fueron arrojados a patadas del tren en Celaya, Guanajuato. Wilfredo pensó que moriría mientras caía de espaldas. Su cabeza golpeó contra la grava y su cuerpo quedó boca arriba. Su mano derecha permaneció en los rieles del tren mientras las ruedas le cortaban la muñeca de tajo.
El tren devoró también la pierna de un muchacho de 14 años, y la caída le partió el cráneo al otro joven, de 24 años. La Cruz-Roja los recogió de las vías y los llevó al hospital. A Wilfredo, la gangrena le comió hasta el codo y fue necesario amputarle la mitad del brazo.
Ahora fuma con la mano izquierda. Ya no sólo sueña con llegar con su familia, también sueña con su brazo.
–Piensas que ya no eres lo mismo. Uno se queda vacío de la noche a la mañana.
El viaje de Wilfredo tiene una larga escala. Sentado en un sillón, en el patio de un albergue en Irapuato, cavila con la mirada fija en el piso sobre cuándo podrá reencontrarse con su familia. Las posibilidades son muy pocas. Solo tiene algo: volver a El Salvador no es opción.