José Ignacio De Alba
En las Playas de Tijuana suena la tambora y las parejas medio briagas esperan con ansias de enamorados el atardecer. No importa que el agua sea fría, chapucean sobre las olas con sus trajes de baño baratos, traídos como fayuca “del otro lado”.
Es un domingo de otoño. A menos de 50 metros de la playa, otras familias, otros amigos y otros enamorados hablan y se tocan los dedos a través de una enorme reja de hierro oxidada que separa a México de su “vecino”.
Adriana cumple 34 años y lo celebra en el Parque Binacional. Durante largo rato, la festejada platica a través de la reja con su hermana y su cuñado. Los sobrinos de veinte tíos nacidos en Zacatecas se pelean la palabra en espanglish para hablar con el cuñado que está “del otro lado”, vestido de pachuco playero. “What did you do to your hair?” pregunta él a otra parienta, que estrena un look rubio, mientras un sobrino de 8 años le presume su estatura.
El Parque Binacional de la Amistad es una pequeña ventana en la frontera. Un espacio donde las familias separadas por las leyes migratorias pueden reunirse un par de horas cada semana, cuando la reja del lado estadunidense es abierta y la otra, anclada en la tierra, se extiende hasta el mar como un largo mosquitero.
Por uno de los pequeños orificios de la enorme barda de acero, un hombre cuarentón pasa la pajilla de su cerveza con chile y limón para compartirla en el otro lado. Así, el popote trasfronterizo exporta cerveza mexicana casi caliente.
Aunque solo unos metros separan a Tijuana de San Diego, el nivel de vida es muy diferente: el salario mínimo de Baja California es de 67 pesos (unos 5 dólares) diarios; en California es de 9 dólares la hora.
Al mediodía, el sol de la frontera sobreexpone el paisaje de luz. El fulgor, el aire desértico se apoderan del cuerpo, que no puede con el chorro lumínico. Lo que sigue es la oscuridad y el desvanecimiento, un estado reinante de penumbra del cual se saldrá después de unos minutos… o quizás nunca. Se llama golpe de calor y es el mismo que mata migrantes en el desierto, cuando la muerte parece entrarles por los ojos.
La madre de Adriana, de 84 años, se refugia de ese calor en una sombra. Los mariachis, traídos para la ocasión, en cambio, hacen frente al calor con valentía casi heroica. Zapatean con botas y chaquetas de cuero para animar la parranda multinacional.
La música no inmuta al patrullero fronterizo que observa el borlote de los invitados. Tampoco la disputa por un pedazo de papa que termina en un conflicto internacional entre gaviotas y palomas.
Desde el lado mexicano, lo más que permite la barda es ser rayada. Entonces se leen cosas como: “hijos, pronto los veré, su padre que los quiere”. O “pinches putos gringos”.
Las redadas contra personas en situación irregular en Estados Unidos aumentan y ocurren en campos jornaleros, supermercados, en la calle. Por eso convergen en este lugar activistas variados: están las Dreamer’s Moms, con sus playeras rosas; los veteranos de guerra desechados; los naturistas que riegan los cactus del jardín en el lado estadunidense desde el lado mexicano.
Parado junto a la reja, Reinaldo Orozco lamenta que “uno no puede darle un abrazo a su hermano o familiar, porque como quiera eso lo impulsa a uno a seguir echándole ganas”.
La fiesta de Adriana acaba cuando los guardias de Estados Unidos cierran la reja. El doble muro obliga a los mexicanos a despedirse y esperar el siguiente fin de semana para volver a Tijuana, donde –según dicta su lema– “Aquí Empieza la Patria”.