Hace 23 años Teodora Ramos despidió a su esposo que se fue al norte. Fue un momento muy doloroso que le duró algún tiempo, pero luego enderezó su vida y se enamoró de otro hombre que, diez años después, también agarró camino a Estados Unidos.
Allá siguen los dos mientras ella cuida a los hijos que tuvo con ambos en su casa de la colonia La Primavera, en Progreso, ciudad insigne de la migración forzada en Honduras.
Desarraigo familiar, abandono. Palabras frecuentes en este país de la migración forzada.
“No sé qué harán allá que se olvidan de los hijos que sufren en silencio”, dice Teodora Ramos en compañía de su hija menor, de 12 años, que estaba en el vientre cuando su padre partió.
“Tengo fotos pero no es lo mismo” dice la niña y reconoce, con una sonrisa y algo de vergüenza, que sí llora por él, por un padre que no conoce.
“(Los padres de familia) No sé qué miran allá. Hasta se molestan cuando los llaman los hijos”, insiste, lamenta Teodora.
Al principio se resiste a contar su historia, pero al transcurso de las palabras la confianza llega y en pocos minutos la conversación sigue en el patiecito de su casa, con café y tamales para todos.
José Luis come ayudado con el único dedo de su mano derecha; cuando termina su tamal, le colocan a un bebé en su brazo, el nuevo miembro de la familia. Unos se van pero otros nacen.
“El caso mío fue de dolor- dice doña Teodora-. De prosperidad y bendición, nada. Yo he sufrido moralmente cuando no le he podido dar a mis hijos lo que quieren, y mientras ellos (los papás), deleitándose. Que uno se vaya y uno se quede… así es imposible”.
Sus instrucciones se siguen con notable diligencia. Es el centro de las dos familias que ella convirtió en una sola. Observa unos segundos la coreografía de sus crías que van y vienen frente a ella.
“En silencio ellos sufren”, confiesa.
“Cuando el papá de mis hijos se fue, fue muy duro. Al principio mandaba dinerito, ahora, solo a cuentagotas”, dice, con voz quedita, y luego eleva la voz: “De todos modos, yo siempre he trabajado”.
A Teodora Ramos, su exquisita receta de tamales de masa y carne le ha servido para sobrevivir como comerciante. Para ella, una persona no debería migrar a menos que tenga documentos legales.
Incluso, ella tuvo la oportunidad de irse del país con un hermano que era “coyote” pero no quiso dejar a sus hijos. Ahora el hombre es pastor de un templo evangélico.
Ni con “pollero” en la familia y dos maridos en Estados Unidos se fue doña Teodora.
El que sí aprovechó los servicios del pariente fue su hijo mayor, Dennis, quien migró a los 17 años. Tras un año y medio de estancia en Estados Unidos, volvió a Progreso porque no se adaptó a la vida en el norte, tuvo un hijo y ha pasado cinco años buscándose la vida ahí.
No la ha encontrado, por eso Dennis está en preparativos para volverse a ir. Su hijito también se quedará con doña Teodora, en su casa, donde acecha una vez más el magnetismo de la migración forzada.
Y ella siempre seguirá sosteniendo su Biblia con forro negro, como lo hace mientras escucha a su hijo hablando de irse de casa y de despedidas.
La tranquiliza escuchar que no viajará en tren, por los riesgos, sino en autobús, como lo hizo antes, con el permiso de las autorid“Varias veces tuvimos que pagar a los federales. Para que lo dejen seguir a uno, hay que pagar en los buses a los policías que se suben”.
-¿Por qué te quieres ir de nuevo?
-El trabajo aquí está difícil. Allá está mi papá y tengo unos tíos también allá. Me voy a ir solo, ir con niños no se puede, está muy peligroso el terreno.
-Cuándo regresaste, ¿qué cambios viste?
-Algunos se habían ido después de mí. Lo del empleo costaba más.
Teodora mira a su hijo de reojo. “No sana esto”, suspira con desconsuelo.