Migrar para estar juntos

Hace 10 años que a la casa de doña Floridalma Cuestas no llega dinero ganado en Honduras. Toda su manutención proviene de las remesas que su esposo le manda desde Estados Unidos.

Su casa es una de las privilegiadas del barrio La Primavera, a las orillas de Progreso, una de las principales ciudades hondureñas expulsoras de migrantes.

La señora Floridalma vive cómoda en su casa de varias habitaciones pero está sin su familia. Primero se fue su esposo, luego su hijo y al final su hija. Así, poco a poco, la familia ha migrado para reunirse en Estados Unidos y ella se ha quedado sola.

Su hijo tiene 22 años, su hija 20 y se fue hace tres meses con un bebé de un año y medio de edad. Eran los últimos que quedaban con ella.

“Mi vida tan trágica no es”, dice mientras hace un ademán para señalar a su alrededor, donde hay retratos de su hija e hijo adolescentes que aún conservan la mayoría de sus pertenencias en sus recámaras, tal cual las dejaron.

Relata que su esposo emigró a Estados Unidos hace 10 años y como su mamá es estadounidense, logró obtener la ciudadanía en ese país, y desde entonces, no le ha dejado de enviar dinero, pero tampoco ha vuelto.

No sabe cuántas lempiras (moneda de Honduras) se ganan por una jornada de trabajo, solo sabe que un hondureño necesita más requisitos para trabajar en su país que en Estados Unidos. Las oportunidades de empleos formales están en el aire, alto, y se elevan al tiempo que la pobreza le pone plomo a los pies de los catrachos.

Su hijo mayor consiguió trabajo al siguiente día de su llegada. Trabaja “lo que nunca quiso trabajar acá. Porque allá no es como acá”.

“Mi muchacha estaba estudiante, el varón se me puso rebelde y no quiso estudiar ni trabajar, pero ahora que se fue, allá sí trabaja porque se ve más obligado a trabajar”.

Además, su esposo le consiguió visa a ambos. Por lo tanto –insiste- su vida no es trágica.

En la privilegiada casa de doña Floridalma no hay historias de trenes, abandono repentino, noches al aire libre, asesinatos, secuestros masivos, desapariciones o mutilaciones. Simplemente está sola.Entre las recámaras, la televisión, la sala y otros menesteres que en Honduras se consideran un lujo hay todo, menos una familia.

-¿Cómo es la experiencia de vivir sola?.

–¡Mire que es horrible estar sola!. Yo nunca me había separado de mis hijos. No es fácil (…) Mi esposo siempre ha estado pendiente de nosotros, no como otros casos.

La señora tiene una interrogante nueva: ahora que su esposo tiene a su lado a los hijos y el nieto, ¿romperá el matrimonio, se mantendrá el lazo de hace décadas? Y lo que en su país es un tema fundamental: ¿seguirán las remesas o tendrá que volver al mundo de las Lempiras?

“Vamos a ver ahora que se fueron los muchachos. Viene la prueba de fuego. Hay que esperar a ver qué va a pasar después de ahorita porque con los hijos el padre le ayuda a uno”, dice, pensativa.

Y luego corrige: tal vez lo mejor es que ella también se vaya. Al final de cuentas las comodidades de su casa en soledad no tienen sentido.

“Yo como que no quiero (emigrar), pero ellos están allá y lo mejor es que yo esté allá, a pesar de la casita que está bien construida. No todo es el dinero”.

Sus hijos esperaron siete años para irse con los papeles “arreglados” y ahora ella está en ese mismo proceso. Según sus cálculos, podría hacer las maletas hacia Estados Unidos dentro de unos tres años.

Así, su familia se volvería a reunir trece años después de que el primero partió. Mientras tanto, “vivo con mi mamá para no sentirme tan sola. Yo nunca me había separado de mis hijos, ni siquiera para trabajar, yo nunca he trabajado”.

En el barrio de La Primavera, José Luis deja la casa de Floridalma Cuestas. Un abrazo efusivo es la despedida en la banqueta. Luego, la mujer cruza la puerta. Se encierra de nuevo en su linda y solitaria casa.