La casita de Karla

En las calles de la colonia La Primavera, de la ciudad hondureña de Progreso, corre el rumor de que otra persona más se irá.

Es Karla, de 17 años, la que dejará Honduras con el deseo de llegar a Estados Unidos. Su sueño es volver un día con dinero para comprar una casa, un coche y poner un negocio en esta, su ciudad.

Si sus planes dan resultado su hijo, que camina desnudo alrededor de ella,  tendrá seis años cuando vuelva, el doble de lo que tiene ahora. Y también tendrá las cosas que necesita un niño, como buena alimentación, salud y educación.

“Estoy decidida. Este país no tiene oportunidades”, dice a su amigo José Luis Hernández, que con la mitad de sus extremidades mutiladas por el tren, representa parte de los riesgos que deberá sortear durante su viaje.

Karla dejó su escuela, no tiene trabajo y es mamá adolescente. Está cercada. Todo lo atribuye “a la misma situación” y no tiene intenciones de invertir tiempo en tratar de progresar en su país. De hecho le cuesta invertir tiempo tan solo para responder preguntas sobre ello.

No tiene pareja, solo un grupo de amigos que comparten su plan de emigrar.

-¿Sabes de los peligros del camino?

-Si, he platicado bastante. Pidiéndole a Dios. Sé que hay muchos peligros, muchas cosas, pero..-

Quizá el peligro del que más se conoce en Honduras es caer en manos de secuestradores y permanecer encerrado en una casa de seguridad mientras se presencia, hora tras hora, la tortura y asesinato cruel de sus compañeros de viaje.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos documentó 214 secuestros masivos a un total de 11 mil 333 migrantes, en un periodo de seis meses, de abril a septiembre de 2010. Dos de cada tres víctimas eran hondureñas.

Mauricio Farah, quien como visitador de la CNDH investigó las agresiones, dijo ante el Congreso de México que habrían ocurrido 120 mil desapariciones desde el año 2006 al 2013, según sus cálculos. Para otros activistas como Martha Sánchez, coordinadora del Movimiento Migrante Mesoamericano, la cifra más conservadora ronda los 70 mil desaparecidos.

Casi siempre, los secuestros ocurren en los trenes de carga, donde piensa viajar Karla.

No se sabe cuántos pierden la vida en el trayecto hacia Estados Unidos, cuántos desaparecen o cuántos regresan mutilados tras caer en las vías del tren porque el migrante, al salir de su casa con sus lempiras (moneda de Honduras) y su mochila, se sumerge en un mundo de azares donde lo mejor es pasar desapercibido.

José Luis conoce las razones de Karla para irse. Podría anticipar sus respuestas y también lo que se encontrará en el camino, lo cual no es suficiente para detenerla.

En la sala de su casaKarla se levanta, atiende a su hijo, habla con sus hermanas que recién salen hacia la calle y vuelve a donde colocó tres sillas de plástico para platicar.

“Mi mamá, mis hermanos y mis familiares me aconsejan que no lo haga, pero estoy decidida”, reitera la adolescente, incómoda con las preguntas y el tema de su viaje.

Dentro de un par de meses, cuando ella inicie “con la ayuda de dios” su viaje a Guatemala, México y Estados Unidos, su hijo quedará al cuidado de alguien de su familia.

Karla dice que no tiene a dónde ni con quién llegar en ese país. Piensa cruzar las tres fronteras que la separan de su objetivo “de mojada” (sin documentos legales) a bordo de trenes de carga y en compañía de amigos con experiencia en el camino.

Desde su puerta mira la casa de su vecino. Es como la que ella, si su plan sale bien, podría tener algún día. Casualmente, tiene un  school bus amarillo, como los que llegan a la frontera de Corinto dos veces por semana para recoger a las mujeres, niños y bebés deportados desde Tapachula, Chiapas, y llevarlos a San Pedro Sula, Honduras, la ciudad más violenta del mundo, a empezar de cero.

Ese vehículo amarillo es, en términos reales, la historia posible para ella. José Luis lo sabe porque el día anterior vio la escena de los niños deportados que llegan totalmente desorientados a la frontera entre Guatemala y Honduras.

La ruta de Karla comenzará en la Gran Terminal de autobuses de San Pedro Sula. A las 12 de la noche partirá en un autobús, lleno de pasajeros con quienes comparte sueños,  que se enfilará hacia Santa Rosa de Copán, donde las mujeres son bellísimas; ahí bajará harta de tanta carretera y curva y quizá sentirá el olorcito a madera que trae el aire fresco de las montañas.

El bus seguirá hacia el norte recogiendo todo el pasaje posible hasta llegar a Agua Caliente, el último poblado hondureño donde la vista se divide entre  la inmensa pinera y  los traficantes de humanos, conocidos como coyotes, que acechan sin disimulo a sus próximas víctimas.

Karla podrá fijarse en un cartel que le advertirá el riesgo de ser víctima de trata y, entonces, ahí en los límites de Honduras y Guatemala, volverá la vista hacia atrás  contemplando las montañas y mesetas de su país. En ese momento decidirá volver o seguir adelante.

Entonces, como le ocurrió a José Luis cuando a dos pies dejó la tierra que ahora anda a una sola pierna, tal vez sienta que detrás de ella no hay ningún país y se dirija a Guatemala, buscando un camino donde sea invisible y pueda evitar las oficinas migratorias, esas que recuerdan que las fronteras sólo existen para romperlas.

Su ruta continuará por Esquipulas, donde el Cristo Negro la bendecirá como a cientos de migrantes que cada día piden su protección y, con suerte, sorteará a los primeros ladrones de indocumentados en su camino hasta llegar a Guatemala, El Ceibo y La Palma.

Hasta entonces comenzará su recorrido por México.

Si logra llegar a la frontera entre Guatemala y México, deberá caminar dos días para llegar hasta Tenosique, Tabasco, punto de partida del tren de carga y también de la delincuencia organizada que se dedica a la caza de migrantes, según el Movimiento Migrante Mesoamericano.

Es una ruta que Karla seguramente conoce, tantos han sido sus vecinos, amigos, familiares y desconocidos que se la han contado.

-¿Vas a tomar el tren?

-Sí.

-¿Tienes miedo?

-Sí, poquito. Nervios.

En el bullicio de su casa, Karla ayuda a José Luis a levantarse de la silla de plástico y se esconde tras la puerta.

Él se sacude el semblante fraternal y exclama con una prolongada exhalación: “¡Es que el hondureño migra con ganas!”.  Aún así, él, que vive en carne propia el costo físico y emocional de la migración forzada, está firmemente convencido de que las personas no deben abandonar sus casas en contra de su voluntad.